Ludian se quedó en completo silencio, sus manos temblaban de pura rabia contenida.
—¿Cuánto tiempo ha estado soportando esto? —su voz sonaba más fría de lo que Latael esperaba.
Latael no respondió de inmediato. Bajó la mirada.
—Cinco años.
Ludian cerró los ojos por un momento, procesando la información. Luego dio un paso adelante, deshaciendo el escudo invisible con un simple movimiento de la mano.
En el interior de la habitación, Merss seguía en el suelo, con la cabeza gacha, su mano aún temblorosa mientras la regeneración terminaba su trabajo.
Ludian sintió el pecho oprimido. Había conocido el sufrimiento antes, como príncipe del imperio, había visto la crueldad en muchas formas. Pero esto… esto era diferente.
Se arrodilló frente a ella con calma, sin hacer ruido, y con una suavidad inusual, tomó su mano herida entre las suyas.
Merss levantó la mirada sorprendida. Sus ojos dorados oscuros estaban llenos de dulzura y resignación. No había ira, no había resentimiento, solo aceptación.
—¿Por qué sonríes? —susurró Ludian.
Merss inclinó la cabeza con dulzura.
—Porque sirvo a los demás. Porque es mi destino.
Ludian sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Esa era su respuesta después de todo lo que había soportado?
Latael, apoyado contra la puerta, observaba en silencio. No podía intervenir… no podía hacer nada.
Ludian apretó con más fuerza la mano de Merss, como si intentara transmitirle algo con ese simple gesto.
—Te prometo que esto no durará para siempre.
Merss parpadeó.
—¿Eh?
Ludian sonrió, pero no era una sonrisa amable. Era afilada, calculadora. Una promesa envuelta en peligro.
—Solo espera.
Ludian sintió un ligero ardor en el dorso de su mano. Cuando bajó la mirada, vio cómo un símbolo comenzaba a formarse en su piel: un fénix en llamas.
Latael contuvo el aliento al notar la marca. Sus ojos se abrieron con sorpresa, pero antes de que pudiera decir algo, Merss hizo una pequeña reverencia.
—Debo irme. El Papa me espera.
Su voz era suave, obediente. Se puso de pie con movimientos delicados, pero su cuerpo aún temblaba levemente. Aun así, no dudó. Se giró con elegancia y salió de la habitación, alejándose en dirección al Papa sin mirar atrás.
Ludian frunció el ceño mientras veía a Merss alejarse con prisa, su silueta frágil pero determinada perdiéndose por el pasillo. Cuando miró su propia mano, su expresión se endureció.
—¿Qué significa esto? —preguntó, girándose hacia Latael.
El cardenal, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
—Significa que Vered te ha elegido. Que eres un aliado de la Santa.
Ludian no pudo evitar soltar una risa seca.
—¿Yo, un aliado? No sé qué piensa ese dios, pero no me interesa ser parte de su plan.
Latael lo observó en silencio. Sabía que Ludian era un príncipe criado en el corazón del Imperio Dorado, un hombre pragmático que jugaba con las reglas de la política y el poder. Pero también sabía lo que había visto hace un momento: la ira en su mirada cuando presenció el sufrimiento de Merss.
—No importa si crees o no en Vered, Alteza. Lo único que importa es que ahora estás marcado.
Ludian apretó la mandíbula y bajó la mirada a la marca en su mano. Un fénix de fuego, la misma que Latael y Tasael llevaban.
—Si Merss ya no puede ver quiénes son sus aliados, significa que el Papa ha logrado romper algo dentro de ella… —susurró Latael, su tono sombrío.
Ludian cerró el puño con fuerza.