Fenix de Vered: Historias de Merss

26

La noche del banquete había llegado. Los nobles más influyentes del Imperio Dorado se reunieron en el majestuoso salón del castillo, sus vestimentas lujosas resplandeciendo bajo la luz de los candelabros dorados. La atmósfera era solemne, pero cargada de expectación: todos estaban ahí por un solo motivo—ver a la Santa.

El Imperio Dorado se sostenía sobre la unión de cuatro grandes reinos, aunque no todos mantenían relaciones pacíficas. El Reino Demoníaco, a diferencia de los demás, no se encontraba en buenos términos con la humanidad, y su ausencia en aquel evento era una muestra clara de ello.

Desde el trono imperial, el Emperador Lucian XIII observaba con calma calculadora a los tres reyes presentes, sus miradas discretamente analizando la situación, midiendo su poder unos contra otros. Pero su mente estaba en otro asunto.

—¿Dónde está la Santa? —preguntó en voz baja a su asistente, sin apartar la vista del salón.

El hombre titubeó.

—Debe estar terminando de arreglarse, su majestad.

Lucian entrecerró los ojos con impaciencia, pero antes de poder hablar, una voz inesperada rompió el momento.

—Padre, si me lo permite, iré por ella.

El Emperador giró la cabeza con leve sorpresa. Su hijo, Ludian, se había inclinado respetuosamente ante él.

Lucian XIII arqueó una ceja. Era la primera vez que veía a su hijo interesado en algo que no fuera el tigre que, desde su llegada, se había convertido en su inseparable sombra.

—¿Tienes alguna razón para ir por ella? —preguntó con un tono afilado.

Ludian mantuvo su postura firme, su expresión tranquila.

—Simple curiosidad, padre. Todo el imperio habla de ella, y aún no he podido verla de cerca. Además, si va a estar a nuestro servicio, quiero saber qué tan útil es.

El emperador rió suavemente, entrecerrando los ojos con diversión. Sabía que su hijo escondía algo, pero no lo detendría.

—Haz lo que quieras. Pero tráela rápido.

Ludian se inclinó con respeto y se retiró con el tigre siguiéndolo de cerca.

Los aposentos de la Santa

Las habitaciones de Merss eran amplias, pero frías. Un lujo vacío, sin verdadera comodidad. Frente al espejo, Merss estaba de pie con la mirada baja, vestida con un atuendo blanco y dorado que la hacía ver aún más etérea. Su cabello castaño oscuro caía con suavidad sobre su espalda, y sus ojos dorados oscuros reflejaban una melancolía silenciosa.

Las sirvientas habían terminado de arreglarla, pero Merss apenas reaccionaba. Se veía hermosa, perfecta... pero no había brillo en sus ojos.

Cuando la puerta se abrió, las sirvientas se inclinaron y Ludian entró. Su mirada se posó sobre Merss y sintió un nudo en la garganta. La Santa de la que todos hablaban, la joven con el poder de Vered... parecía una muñeca sin voluntad.

El tigre se acercó y frotó su cabeza contra la pierna de Merss, intentando llamar su atención. Ella reaccionó con una pequeña sonrisa y lo acarició con ternura, pero su expresión seguía distante.

Ludian la observó unos segundos más antes de hablar:

—Es hora.

Merss se giró hacia él y, sin dudarlo, hizo una reverencia profunda.

—Por supuesto, príncipe Ludian. Estoy a su servicio.

Sus palabras eran amables, su tono sumiso. Pero Ludian no pudo evitar sentir un escalofrío.

Sin decir más, extendió su brazo.

—Acompáñame.

Merss lo tomó con delicadeza y juntos salieron hacia el banquete, sin que nadie notara la leve tensión en la mandíbula del príncipe.

Merss aún sentía un leve eco de dolor en su mano, una punzada fantasma que persistía a pesar de que la herida había sanado por completo. Sabía que era solo su mente, pero aún así, lo sentía.

Con elegancia y gracia, avanzaba por los pasillos iluminados, el suave roce de su vestido dorado apenas audible en el silencio. A su lado, el tigre caminaba con paso majestuoso, ronroneando de vez en cuando como si intentara consolarla.

Ludian la escoltaba en completo silencio. No hubo palabras, ni miradas compartidas, pero él podía sentirlo. La calidez de su divinidad lo envolvía de forma sutil y reconfortante, como una brisa templada en pleno invierno, un resplandor tenue en la oscuridad.

Cuando llegaron a las imponentes puertas del salón principal, los heraldos tomaron posición y anunciaron su llegada con voz solemne:

—¡La Santa ha llegado!

Las inmensas puertas del gran salón se abrieron con un estruendo solemne. Todos los nobles del Imperio Dorado guardaron silencio al instante.

El aire se sintió más pesado cuando Merss entró, escoltada por Ludian y seguida de cerca por el tigre. La luz de los candelabros dorados reflejaba sobre su vestimenta blanca, haciendo que pareciera irradiar un resplandor propio.

Merss caminaba con gracia, su postura era impecable, pero Ludian, que la tenía tan cerca, podía notar los pequeños detalles: sus dedos temblaban ligeramente, y su mirada, a pesar de su calidez, tenía un atisbo de algo… roto.

Los murmullos comenzaron, los nobles se inclinaban levemente en respeto mientras la observaban con fascinación. Era más joven de lo que esperaban, más delicada… pero su presencia era innegable.

El emperador Lucian VIII la observó con intensidad desde su trono, analizando cada paso que daba. Había visto muchas figuras "divinas" en su vida, pero ninguna como ella.

El Papa Adriano se levantó de su asiento con una sonrisa orgullosa y extendió una mano hacia Merss.

—Ven, hija mía.

Merss avanzó hasta donde estaba el Papa y, con una reverencia profunda, tomó su mano y la besó con respeto.

—Su eminencia.

Adriano sonrió satisfecho y la guió hacia el asiento de honor a su lado, donde todos podrían verla.

Los nobles continuaron susurrando mientras tomaban sus copas y se preparaban para la cena.

El emperador, sin apartar la mirada de Merss, golpeó suavemente el borde de su copa con una uña, pensativo.

Los tres reyes aguardaban con paciencia, pero cada intento de acercarse a la Santa era frustrado por la constante intervención del Papa. Adriano respondía en su lugar, desviaba las preguntas o limitaba la conversación a simples formalidades.




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