Fenix de Vered: Historias de Merss

27

El banquete transcurría entre risas y conversaciones animadas. La mesa rebosaba de platos exquisitos y coloridos, manjares preparados para deleitar a la nobleza. Pero Merss no comió ni un solo bocado.

No era falta de apetito. Era porque no podía hacerlo.

La regla era clara: no debía comer hasta que el Papa tomara algo de su propio plato y se lo ofreciera. Como un animal bien entrenado.

El murmullo del salón se volvía sofocante. El aroma de la comida, el ruido de los cubiertos, las voces animadas… todo le resultaba abrumador.

Finalmente, sin poder soportarlo más, Merss se levantó con cuidado y se inclinó profundamente.

—Disculpadme… saldré a tomar un poco de aire.

El emperador la observó mientras se retiraba. Vio el leve temblor en sus manos.

No fue la única en marcharse. Dos figuras de armadura oscura y máscaras sin expresión la siguieron en silencio.

Lucian VIII no hizo gesto alguno, pero su mirada se desvió apenas hacia una sombra en el rincón del salón.

El espía captó la señal y desapareció sin un solo ruido.

Merss corrió.

Atravesó los pasillos, ignoró el frío de la noche y se adentró en un rincón apartado del jardín del castillo.

Ahí, bajo la tenue luz de la luna, buscó entre las piedras un pequeño trozo de pan que había escondido con anticipación.

Solo quería comer en paz.

Pero no estaba sola.

Los soldados oscuros del Papa la encontraron con facilidad.

Merss se quedó quieta en el suelo, su mirada reflejaba puro terror. Sabía lo que venía.

Uno de ellos la pateó con fuerza. El impacto la lanzó de espaldas.

No tuvo tiempo de reaccionar antes de que una espada atravesara su brazo.

El dolor la sacudió, pero antes de que pudiera gritar, una mano enguantada cubrió su boca.

—Cúrate.

Órdenes.

Merss cerró los ojos y su cuerpo brilló con la cálida luz de su divinidad.

La herida desapareció. Como si nunca hubiera estado allí.

El otro soldado tomó el borde de su vestido y lo levantó. Una segunda estocada.

La espada entró y salió con brutal precisión.

Merss se arqueó de dolor.

Intentó gritar, pero la mano sobre su boca ahogó cualquier sonido.

—Cúrate.

Una vez más, su cuerpo sanó.

Y la espada cayó otra vez.

Una y otra vez.

Y todo, todo, fue visto por la sombra que el emperador había enviado.

Merss resistió hasta donde pudo. Su cuerpo sanaba, pero su mente se rompía con cada herida.

Hasta que ya no pudo más.

El dolor, la fatiga, la desesperación… todo se desvaneció en la inconsciencia.

Los soldados rieron satisfechos y la dejaron tirada en la hierba.

El espía del emperador observó todo desde las sombras, su cuerpo tenso, su mirada fría e imperturbable, pero por dentro, algo en su pecho ardía con una furia contenida. No era solo tortura, era un acto meticuloso de sometimiento.

Esperó hasta que los soldados se retiraron, caminando con la misma calma con la que habían cometido su atrocidad. Ellos sabían que nadie intervendría. Que nadie se atrevería a desafiar la voluntad del Papa.

Pero alguien los había visto.

Cuando el último rastro de ellos desapareció entre la oscuridad del jardín, el espía se acercó con sigilo.

Merss yacía en el suelo, su vestido empapado de sangre que ya no existía. Su cuerpo temblaba levemente, aún inconsciente.

El espía no debía intervenir. No era su misión.

Pero se agachó.

Rompió una regla.

Lentamente, sacó un pañuelo de su túnica y limpió las lágrimas secas de su rostro.

—Santidad... —murmuró apenas, con una voz que nadie jamás había escuchado de él.

Ella no despertó.

Se quedó así unos segundos más, luego se levantó y desapareció en las sombras.

Pero ya no era el mismo hombre que había salido esa noche.

El espía se arrodilló detrás del trono, invisible para todos menos para su emperador.

—Habla. —ordenó Lucian VIII, sin mirarlo, con la voz tan firme como el acero.

La sombra no tembló, pero dentro de sí, algo se había roto. No debía sentir. No debía dudar. Pero lo que había presenciado...

—La encontraron escondida con un pedazo de pan. Los soldados del Papa la castigaron. La apuñalaron repetidamente y la obligaron a curarse. Hasta que su cuerpo no resistió más y se desmayó.

El emperador cerró los ojos y apoyó la sien en sus dedos.

—¿Dónde está ahora?

—En el jardín, aún inconsciente.

Lucian exhaló despacio.

—Por Vered... —susurró con frustración.

Antes de que pudiera decidir su siguiente movimiento, un estruendo atronador sacudió la sala.

Un ventanal de vidrio estalló en mil pedazos, esquirlas volando como cuchillas sobre la multitud. Gritos y caos.

Desde el cielo nocturno, una figura oscura descendió con gracia letal, flotando entre los fragmentos que brillaban con la luz de los candelabros.

Ojos rojos como brasas ardientes.

Una sonrisa afilada y burlona.

—Qué gran celebración... —ronroneó con una voz tan seductora como amenazante. Sus alas membranosas se extendieron, bloqueando la luz.

—¿Por qué no me invitaron?




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