Minutos antes, en el jardín, Merss sintió una caricia suave en la mejilla. Quiso abrir los ojos, pero su cuerpo se negaba. El agotamiento y el dolor la mantenían atrapada en la oscuridad.
—¿En serio atacaron a su propia santa...? —la voz, llena de furia contenida, resonó en su mente.
Unas manos fuertes la levantaron con delicadeza, acunándola contra un pecho firme.
—Puedo oler la sangre... pero no veo heridas. Te has sanado, ¿verdad? —La voz masculina se tornó aún más dura. —Incluso nosotros, no torturamos así. ¿A qué clase de monstruo sirves?
La figura que la sostenía jaló su vestido empapado en sangre con desprecio.
—No tenía intención de causar un escándalo... —susurró con un tono peligrosamente bajo. Luego sonrió con fiereza.
—Pero acabo de cambiar de idea.
Sobrevolando el banquete, cinco demonios flotaban con gracia y arrogancia, sus risas resonaban por todo el salón mientras observaban la escena con evidente diversión.
—Vaya, vaya... qué espectáculo tan ostentoso, ¿no crees, Alvas? —comentó un demonio de largo cabello blanco, su sonrisa cargada de burla.
—¿Ostentoso? Mmm... No sé, yo diría que le falta un poco de brillo. —respondió el aludido, extendiendo una mano. Un destello de luz brotó de sus dedos y se disparó hacia el techo, donde explotó en un estallido de llamas doradas y chispas carmesí.
Los gritos estallaron en el salón mientras la nobleza entraba en pánico.
—¡Protejan al emperador y a los reyes! —rugieron los soldados, desenvainando sus armas.
Latael reaccionó de inmediato, conjurando un escudo de luz alrededor del Papa, cubriéndolo con una barrera de protección divina.
—¡Malditos engendros! —bramó Adriano, su rostro torcido por el odio.
El emperador Lucian XIII, en cambio, se levantó con calma, su presencia imponiendo orden incluso en medio del caos.
—Demonios del reino prohibido... ¿qué asuntos tienen aquí? —su voz era fría y autoritaria, su mirada afilada como una espada.
Los demonios rieron con despreocupación. Uno de ellos, de piel oscura y ojos de un rojo profundo, descendió flotando con elegancia, su capa ondeando tras él.
—Ah, emperador Lucian XIII... qué honor. Permítame presentarme. Soy Naxta, representante del reino demoníaco. —se inclinó en una reverencia burlona, sus ojos brillando con malicia.
Lucian entrecerró los ojos, notando algo en los brazos de los demonios: una figura envuelta en una capa oscura, inmóvil. Su instinto le dijo que no era un simple bulto.
—En realidad, solo veníamos a conversar... —continuó Naxta con fingida despreocupación. —Pero en el camino me encontré con algo... verdaderamente molesto.
Señaló con un movimiento de cabeza a la figura que sostenía el otro demonio.
El emperador mantuvo su mirada fija en el bulto, su expresión tensa. A su lado, Ludian apoyó una mano en la empuñadura de su espada, listo para actuar en cualquier momento.
El silencio en la sala se volvió pesado, sofocante. Todos los nobles, cardenales y reyes presentes contuvieron la respiración cuando Naxta retiró la capa oscura, dejando a la vista a Merss.
Un murmullo ahogado recorrió la multitud. Su vestido blanco estaba empapado en sangre seca, su piel pálida y su cuerpo flácido, como si el aliento de la vida estuviera a punto de abandonarla.
—¿Así tratan a su gente? —preguntó Naxta, su voz gélida y despectiva.
Latael reaccionó de inmediato, desenfundando su espada, su filo resplandeciente con luz sagrada.
—¡Suelta a la Santa! ¿Qué le has hecho, demonio?! —gritó, su expresión llena de furia.
Naxta bufó con aburrimiento, llevándose una mano a sus puntiagudas orejas como si intentara limpiarlas.
—Parece que los gusanos no tienen orejas... —murmuró, antes de elevarse lentamente en el aire. Su garra afilada rozó con suavidad la mejilla de Merss, como si examinara una reliquia frágil.
—Yo no le hice nada. De hecho, la encontré así. —dijo con tono casi melancólico, pero luego su expresión cambió, y una ira ardiente destelló en sus ojos—. Eso significa que uno de ustedes, asquerosos bastardos, fue el que dañó a mi diosa blanca.
Con un movimiento violento, extendió sus enormes alas de membranas oscuras, llenando el aire con una ráfaga de viento sobrenatural.
El Papa palideció al instante. Su mente trabajaba frenéticamente, pero su cuerpo se mantenía rígido como piedra. Él había dado la orden. Él había enviado a los soldados oscuros. Y el emperador lo sabía.
Lucian XIII entrecerró los ojos y volvió a sentarse, su expresión imperturbable, pero sus dedos tamborileaban con paciencia en el apoyabrazos de su trono.
—Yo sé que saben quién fue. —continuó Naxta, su tono ahora goteando desprecio—. Porque la dejaron sin vigilancia, inconsciente en el jardín... después de haberla torturado.
Aterrizó con pesadez en el suelo, su cola larga y musculosa golpeando el mármol con cada paso.
—Gracias a su maravillosa— gruñó con sarcasmo, —o maldita habilidad regenerativa, no quedan pruebas de su castigo.
Los otros cuatro demonios descendieron con él y colocaron a Merss en el suelo con inusual delicadeza.
Pero la tensión en el aire no se disipó. Al contrario.
Naxta entrecerró los ojos, inclinando la cabeza con un gesto depredador.
—Pero... —se relamió, pasando su lengua por sus colmillos—. Huelo su sangre en este salón.
El sonido de su respiración, oliendo el ambiente con placer perverso, hizo que más de un noble tragara saliva.
El Papa tembló. Por primera vez en su vida, sintió el verdadero peso del miedo.