—¿Fénix, eh? —Naxta sonrió de lado, divertido— Espero verte algún día renacer de las cenizas... pero no literalmente.
Soltó una carcajada y, antes de que Merss pudiera responder, la envolvió en un abrazo fuerte y cálido. Fue breve, pero lo suficiente para transmitirle algo parecido a protección.
Después, con la misma ligereza con la que había entrado, se alejó, se subió al alféizar de la ventana y la miró por unos segundos con expresión inescrutable.
—Nos veremos pronto, diosa blanca.
Y con un batir de alas, desapareció en la noche.
Merss se dejó caer en la cama. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no sentía un colchón tan cómodo. Se abrazó a sí misma, inspiró suavemente y cerró los ojos.
—Vered… gracias por el día de hoy. —murmuró con una sonrisa cansada— Tenías razón… Naxta no es tan malo como creía.
Pero no pudo terminar su oración. El sueño la envolvió por completo.
Al día siguiente
El sol iluminaba la gran capital del imperio.
Merss tenía que presentarse ante el emperador, pues ese día sería presentada oficialmente ante todo el imperio.
Una vez más, fue vestida de manera exagerada. Un vestido blanco y dorado, con múltiples capas, joyas que pesaban más de lo necesario y una corona ornamental que simbolizaba su posición.
Mientras la preparaban, sintió una mano apretando con fuerza su hombro.
—Que no salga nada equivocado de tu boca, hija. —La voz del Papa resonó con un tono cargado de advertencia.
Merss apenas reaccionó. Solo sonrió con una serenidad que no delataba absolutamente nada.
—Sí, su eminencia.
Salió de la habitación caminando con calma, escoltada por Ludian.
El soldado, que se mantenía firme a su lado, rompió el silencio con una pregunta inesperada.
—Señorita Merss… ¿lucharías contra la iglesia?
Su tono era tranquilo, sin provocación ni juicio, solo curiosidad.
Merss no titubeó.
—Solo si Vered me dice que lo haga. —Su voz era suave, pero firme.
Ludian sonrió para sí mismo.
Así que existe la posibilidad de que la Santa se vuelva contra la iglesia.
Cuando llegaron al gran salón imperial, el emperador Lucian XIII ya los esperaba.
Merss levantó la vista y encontró la mirada del monarca sobre ella. No dijo nada. Simplemente le extendió la mano.
El gran salón del palacio imperial estaba abarrotado. Nobles, generales, sacerdotes y ciudadanos privilegiados se habían reunido para presenciar la presentación oficial de la Santa. La sala, decorada con estandartes dorados y mosaicos sagrados, brillaba con la luz de los candelabros.
Merss caminó con gracia medida, su vestido blanco ondeando tras ella. Cada paso resonaba en el silencio expectante.
El emperador Lucian XIII, vestido con una imponente túnica imperial, la observó con solemnidad. A su lado, el Papa Adriano sonreía con su usual fachada de benevolencia, pero su mano apretaba el brazo del trono con una sutil impaciencia.
—Hoy, ante el Imperio, presentamos a nuestra Santa, elegida por Vered. —declaró el emperador.
Merss avanzó y se arrodilló en señal de reverencia.
—Es un honor servir a Vered y a su pueblo. —dijo con una voz serena.
Justo cuando el Papa iba a continuar con su discurso, un trueno ensordecedor sacudió el palacio.
Un segundo después, un pilar de luz dorada cayó desde el cielo, atravesando el techo sin dañarlo y envolviendo completamente a Merss.
Un murmullo de asombro y terror recorrió la multitud.
Ludian, que estaba cerca, llevó instintivamente la mano a su espada. Latael abrió los ojos con incredulidad. Incluso el emperador se puso de pie de golpe.
Merss sintió el calor abrumador de la luz envolviéndola, una energía pura que recorría cada fibra de su ser. Su piel resplandecía con destellos dorados y su cuerpo flotó ligeramente sobre el suelo.
Entonces, lo escuchó.
Vered.
Su voz no tenía sonido, pero vibró dentro de su alma.
—Hoy es el día en que alcanzas la madurez, mi elegida.
Los ojos de Merss se abrieron de golpe. Sus pupilas, antes de un dorado opaco, brillaron con una intensidad cegadora.
—Hoy te concedo un nuevo don.
Las cadenas invisibles que la ataban a la iglesia crujieron dentro de ella. Algo cambió. Sintió su mente expandirse, los hilos del destino bailando a su alrededor con una claridad nunca antes vista. Podía sentirlos, podía tocarlos.
El tiempo se ralentizó a su alrededor.
Todos la miraban con el rostro desencajado, inmóviles ante lo que presenciaban.
El Papa Adriano estaba pálido, con las manos crispadas sobre su túnica.
Merss descendió lentamente hasta que sus pies tocaron el suelo.
La luz se disipó, pero su cuerpo aún irradiaba un aura cálida y etérea.
El silencio era absoluto.
Hasta que el Papa, recuperando el control, dio un paso adelante y levantó la voz:
—¡Es un milagro! ¡Vered ha bendecido a nuestra Santa en el día de su adultez!
Los nobles y sacerdotes se arrodillaron en un movimiento casi coreografiado.
Pero el emperador no.
Ludian tampoco.
Ellos no veían un milagro. Veían algo más.
Merss, con su nueva visión, vio también lo que realmente sucedía.
Los hilos del destino temblaban. Algo había cambiado.
Y el Papa lo sabía.