Fenix de Vered: Historias de Merss

32

Merss sintió un estremecimiento recorrer su cuerpo cuando el don de los hilos temporales despertó en ella. El pasado y el futuro se entrelazaban a su alrededor como finos hilos dorados, vibrantes, susurrándole secretos que aún no comprendía.

Se cubrió la boca con ambas manos, sintiendo el peso de un poder inmenso. Esto era demasiado. No sabía cómo controlarlo, pero algo dentro de ella le decía que este don la convertiría en un peligro para aquellos que deseaban mantenerla sometida. Por primera vez, temió realmente por su vida.

El Papa Adriano se adelantó, su expresión tensa, urgente.

—Santa Merss, dime… ¿qué don te ha concedido Vered? —su voz era dulce, pero sus ojos eran fríos como el acero.

Ella sintió su piel erizarse. Tenía que mentir.

Si le decía la verdad, él encontraría la forma de usarlo en su beneficio… o de destruirla.

Merss miró rápidamente a su alrededor, buscando desesperadamente una salida. Tenía que irse.

Y entonces, vio a Latael.

Él estaba más cerca que nadie, su postura rígida pero atenta. Si alguien iba a reaccionar primero ante una emergencia, sería él.

Un plan se formó en su mente en cuestión de segundos.

Cerró los ojos y dejó caer su cuerpo con gracia medida.

—¡Santa Merss! —gritó alguien cuando su silueta se desplomó.

Tal como esperaba, Latael fue el primero en moverse. En un instante, la sostuvo antes de que tocara el suelo, rodeándola con su brazo con un cuidado reverente.

El caos se desató en la sala.

Y Merss, aún con los ojos cerrados, sintió un leve alivio. Había ganado tiempo.

—¡Llévenla a descansar! —ordenó el emperador, con el ceño fruncido.

El Papa intentó intervenir.

—No, esperen, debemos verificar si su cuerpo está estable.

Pero Ludian se adelantó con una reverencia.

—Su Santidad, será mejor que la Santa reciba atención en privado. No queremos comprometer su salud.

El Papa entrecerró los ojos, molesto. Pero el emperador asintió.

—Latael, encárgate de ella.

El cardenal inclinó la cabeza y, sin dudarlo, levantó a Merss en sus brazos. Sus pisadas firmes resonaron en el pasillo mientras se alejaban del gran salón.

Merss, aún fingiendo estar inconsciente, sintió que podía respirar de nuevo.

Pero su mente no dejaba de repetirse una cosa.

Tenía que aprender a controlar su poder. Y rápido.

—¡Cardenal Latael! ¡Cardenal Latael! —Merss susurró con urgencia.

Latael bajó la mirada, sorprendido. Creyó que estaba inconsciente.

—Santa Merss... ¿qué ocurre?

Pero en cuanto vio su expresión angustiada, su pecho se tensó.

—Mi don... mi don... —apenas podía hablar, su respiración entrecortada por el pánico.

Latael escaneó ambos pasillos con la mirada y, sin dudarlo, empujó la puerta de una habitación vacía, llevándola adentro.

—Respire. Con calma. Dígame qué sucede.

Sujetó con cuidado sus hombros, intentando estabilizarla. Merss lo miró con el terror reflejado en sus ojos.

—Puedo ver el futuro… y el pasado.

Latael sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Era un don formidable… y peligroso.

Por un momento, casi sonrió, pero el peso de la realidad lo golpeó. Si el Papa se enteraba, jamás volvería a ver la luz del día.

—Necesito una mentira. —Merss temblaba. Su desesperación era palpable. —Una convincente. Una que pueda sostener incluso si me torturan.

Latael apretó los puños. Pensó, pensó con todas sus fuerzas. Y entonces, sintió un calor familiar recorrer su mano. El Fénix de Vered brillaba en su dorso.

Y la respuesta llegó a su mente.

—Merss, escúchame bien. —Su tono era firme, pero cálido. Necesitaba que ella confiara en él. —Le dirás al Papa solo cuando te pregunte. No antes. Y le dirás que tu don solo te muestra fragmentos sueltos del futuro, imágenes aleatorias que no puedes controlar.

Merss tragó saliva.

—¿Eso será suficiente?

—No estarás mintiendo del todo. —Latael sostuvo su mirada. —Aún no controlas tu poder, así que es verdad. Pero si alguna vez mientes cuando ya lo domines... aparecerá una mancha en tu pecho como prueba de tu engaño.

Merss se estremeció. Eso significaba que no podía equivocarse.

—¿Lo entiendes?

Ella asintió, aún temblando. Pero antes de que pudiera responder, sus ojos cambiaron.

Se volvieron plateados y brillantes.

De repente, se aferró con fuerza a la ropa de Latael, su cuerpo sacudido por un escalofrío.

—Una visión… —susurró apenas, sin aliento.

—¿Qué ves? —Latael la sostuvo, su corazón latiendo con fuerza.

Merss cerró los ojos. Su respiración se volvió errática.

Y entonces, su cuerpo cedió. Cayó al suelo, destrozada.

—Dueria… —jadeó.

Latael se arrodilló junto a ella, la sujetó con cuidado.

—¿Qué sucede en Dueria? ¿Qué viste, Merss?

Ella lo miró. Y su voz se rompió en mil pedazos.

—Me venderán.

El aire pareció volverse pesado.

—Venderán mi virginidad.

Merss sollozó.

Y Latael sintió cómo su propia alma se desgarraba.

No.

No podían hacerle esto.

Las torturas, los abusos… ¿y ahora esto?

Latael tembló. La ira le subió hasta la garganta.

Pero en ese momento, lo único que pudo hacer fue abrazarla.

Latael apretó los puños, sintiendo un fuego abrasador en su interior. Esto ya no era solo corrupción. Era herejía.

Se arrodilló junto a Merss, apoyando con firmeza las manos en sus hombros.

—Merss, escúchame. No voy a permitirlo.

Merss alzó la vista, con los ojos aún bañados en lágrimas.

—No hay nada que puedas hacer... él es el Papa, él tiene el control.

—No sobre mí.

Sus palabras salieron frías, llenas de determinación.

Merss sintió un estremecimiento. Nunca había visto a Latael así. Siempre había sido el soldado santo, el escudo de la iglesia… pero ahora, lo veía como un hombre dispuesto a desafiarlo todo.

—¿Crees que Vered nos dio este poder para ser simples piezas del Papa? —continuó Latael—. No, Merss. Él nos está guiando. Y si esta visión es real, significa que aún estamos a tiempo de cambiarla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.