Latael volvió a tomar a Merss en brazos y salió al pasillo con paso firme. Apenas cruzó la puerta, se encontró con Ludian, quien los esperaba con los brazos cruzados.
—Por alguna razón, esto brilló y me trajo aquí —dijo el príncipe, señalando el dorso de su mano.
Merss no vio nada, pero Latael sí. El fénix de Vered resplandecía tenuemente sobre la piel de Ludian.
Un vínculo.
Una conexión directa entre la santa y Vered.
Latael comprendió al instante.
—Príncipe Ludian… debemos hablar. Pero sin la Santa.
Antes de que pudiera apartarse, sintió un agarre repentino.
Merss temblaba en sus brazos. Sus ojos volvieron a brillar en un plateado inquietante.
—¿Otra visión? —preguntó Latael, tenso.
Merss apenas pudo susurrar:
—Viene el Papa. Me va a interrogar.
Sin perder tiempo, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y pidió que la bajara. Latael la dejó de pie con cuidado.
Con movimientos precisos, Merss se quitó la corona, las joyas y las colocó en las manos de Latael.
No dijo nada. No hacía falta.
Latael comprendió enseguida. Nada metálico. Nada que pudiera amplificar el dolor.
Sus ojos volvieron a la normalidad justo cuando el Papa apareció al final del pasillo, flanqueado por dos soldados oscuros.
—Hija mía —su voz era suave, casi melosa, pero cargada de un peso que helaba la sangre—. Debemos hablar. Será mejor que regresemos a la catedral. Necesitas descansar.
Merss bajó la cabeza en una leve inclinación.
—Sí, su santidad.
Antes de partir, dirigió una última mirada a Ludian, un gesto sutil de despedida.
Latael hizo lo mismo, pero antes de seguir al Papa, deslizó las joyas en las manos del príncipe junto con una pequeña nota.
Ludian no dijo nada. Solo cerró los dedos sobre la nota y observó en silencio cómo se alejaban.
Con discreción, desplegó el pequeño pergamino y leyó las apresuradas palabras escritas en él:
"El futuro de la santa está en peligro. Mantente alerta. El destino de la iglesia cambiará más pronto de lo que crees."
Ludian sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Sus ojos se alzaron justo a tiempo para ver cómo Merss desaparecía junto al Papa y sus soldados oscuros.
El camino de regreso a la catedral fue un tormento silencioso. Merss mantenía los ojos cerrados, pero su mente era un torbellino de visiones: fragmentos del pasado y destellos del futuro se entrelazaban sin descanso. Su cuerpo se estremecía de vez en cuando, y Latael, que no le quitaba la vista de encima, lo notó con preocupación. Sin embargo, el Papa no mostró interés. Asumió que se trataba del cansancio del viaje y no le dio importancia.
Al llegar, el Papa se dirigió sin titubeos a la habitación subterránea donde solía castigar a Merss. Ella lo siguió en silencio, con la mirada baja. Latael se detuvo al borde de la escalera; tenía prohibido bajar a ese lugar, pero la ansiedad lo carcomía. Apenas vio cómo las sombras envolvían al Papa y a Merss, giró sobre sus talones y corrió en busca de Tasael. Tenía que contarle todo lo sucedido.
Mientras tanto, en la fría oscuridad del sótano, el Papa se detuvo y suspiró con fingida calma.
—Entonces, Santa… —susurró con satisfacción.
Merss ya estaba de rodillas en el suelo de piedra, sus manos temblaban sobre su regazo.
—¿Cuál es tu nuevo don? —preguntó con una dulzura venenosa.
Marcel, uno de los cardenales más devotos al Papa, miraba con disgusto a Merss. Para él, ella nunca había pertenecido a la iglesia. Sin esperar una respuesta, tomó un látigo corto y la azotó una vez.
—Responde.
Merss intentó abrir la boca, pero el ardor del golpe le robó el aliento.
Otro azote.
Dos.
Tres.
—Responde.
—Futuro… —murmuró entre dientes, abrazándose a sí misma, sus dedos clavándose en sus brazos.
El Papa contuvo un jadeo de emoción y se inclinó rápidamente hacia ella, tomándola del cabello para obligarla a mirarlo.
—¿Qué dijiste? ¿El futuro? ¿Puedes ver el futuro?
Merss cerró los ojos con fuerza y respiró entrecortadamente antes de contestar:
—Solo fragmentos aleatorios… No puedo controlarlo…
El Papa la soltó de inmediato. Extasiado.
Incluso si solo veía trozos dispersos, aquello era suficiente. Podía presentarla como un oráculo de Vered, utilizarla para ganar el favor de otros reinos… o vender sus visiones al mejor postor. No importaba que no controlara su don. Ya era un milagro.
Pero aún no estaba satisfecho.
—¿Solo eso? —preguntó, disimulando su emoción con frialdad.
Antes de que Merss pudiera responder, Marcel alzó el látigo y lo descargó sobre su espalda una y otra vez. La tela blanca de su vestido se tiñó de rojo.
Con la respiración entrecortada, Merss levantó la cabeza. Su rostro estaba pálido, pero en sus labios se dibujó una sonrisa débil.
—Puedo ver un poco del pasado… —susurró—, pero no creo que eso le sea de mucha utilidad.
Sus ojos se cerraron y su cuerpo cayó sin fuerzas al suelo.
Marcel siguió al Papa fuera de la habitación subterránea, caminando con pasos medidos, como si estuviera saboreando la información que acababan de obtener.
—Su Eminencia… —dijo con una sonrisa ladina, inclinándose apenas—. Ella puede ver el futuro.
Su tono era astuto, casi ansioso, como si ya estuviera planeando cómo aprovechar ese conocimiento.
El Papa se detuvo en seco. Sus dedos se crisparon sobre la manga de su túnica dorada. Giró la cabeza apenas, lo suficiente para que Marcel sintiera su mirada sobre él.
—Lo sé —respondió con voz serena, pero con una emoción contenida que hacía temblar el aire a su alrededor—. Y ahora… todos los reinos del mundo lo sabrán.