Fenix de Vered: Historias de Merss

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35

Merss fue arrastrada hasta su habitación y dejada en el suelo sin cuidado alguno. Sus heridas aún ardían, pero los soldados oscuros solo la miraron con desprecio antes de marcharse, cerrando la puerta tras ellos con un estruendoso golpe.

Dentro, Ágata, la única mujer cardenal de la iglesia, la esperaba sentada en una silla. Sus ojos fríos y afilados recorrieron a Merss con desdén.

—Levántate, estúpida —espetó.

Merss, apenas consciente, obligó a su cuerpo a moverse. Su espalda, marcada por los castigos, brillaba tenuemente en dorado, sanando poco a poco gracias a su divinidad. Ágata chasqueó la lengua con desprecio.

—Quítate la ropa.

Merss obedeció con torpeza, sus dedos temblando mientras se deshacía del vestido. El frío de la habitación le erizó la piel, pero no dijo nada.

—Al suelo, perra.

Sin vacilar, Merss se arrodilló y apoyó las manos en el suelo, asumiendo la humillante postura que Ágata le exigía.

La cardenal tomó una vara y, sin previo aviso, descargó un golpe contra los muslos de Merss.

—Con ese cuerpo seduces a todos, ¿no?

Otro golpe.

—Con esa carne pecaminosa has engatusado al Papa, ¿verdad?

Las palabras de Ágata escupían veneno mientras continuaba golpeándola, cada azote acompañado de insultos y acusaciones de herejía. Piernas, espalda, brazos. La vara no dejaba parte de su piel intacta.

El castigo duró hasta que Ágata se cansó.

—Eso fue relajante —murmuró con una sonrisa satisfecha antes de marcharse, dejando a Merss sola.

La joven sacerdotisa apenas tuvo fuerzas para levantarse. Se arrastró hasta la cama y se cubrió con la manta raída.

Fue entonces cuando su don se activó.

Visiones se desplegaron ante sus ojos.

Vio un hombre rubio, muy alto, de ropajes finos y porte noble. No pertenecía a ese imperio. No creía en la iglesia. Y, sin embargo, lo vio tendiéndole la mano. Lo vio ayudándola.

Merss despertó con un jadeo entrecortado.

—¿Quién eres…? —susurró, con el corazón latiéndole con fuerza.

Él venía de los Siete Reinos. ¿Pero por qué la estaba buscando?

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En los Siete Reinos…

Los gobernantes de las naciones más poderosas del continente se reunían en la gran sala del consejo. Siete tronos, uno para cada rey, rodeaban una mesa de mármol negro con un mapa detallado del mundo.

El Rey Eldric de Tegica, un hombre de cabellos dorados y mirada astuta, miró a los demás con expresión seria.

—He recibido informes inquietantes sobre la iglesia del Imperio.

Los otros reyes lo miraron con interés.

—¿De qué hablas? —preguntó la Reina Ilvana de Hilia, recostándose en su trono con aire indiferente.

—De la supuesta Santa —respondió Eldric—. La iglesia la presenta como la elegida de Vered, pero mis informantes dicen que está encerrada como una prisionera.

Hubo un murmullo entre los reyes.

—¿Y por qué deberíamos preocuparnos por una fanática más? —gruñó el Rey Dorian de Vilat.

—Porque no parece ser una fanática —replicó Eldric, sus ojos centelleando—. Parece ser… diferente.

El Rey Kael de Setia, el más joven del consejo, frunció el ceño.

—¿Quieres investigarla?

Eldric asintió.

—Voy a viajar al Imperio. Quiero verla con mis propios ojos.

El silencio cayó sobre la sala. Ningún rey se arriesgaba a ir al Imperio sin una razón de peso.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, Eldric —advirtió Ilvana.

—Lo sé —susurró él.

Porque en su corazón, sentía que este viaje cambiaría el destino de los Siete Reinos… y el de la Santa misma.

36

Merss se levantó con dificultad, un dolor profundo recorriendo cada fibra de su cuerpo. Algo estaba mal.

Se giró hacia el espejo y se quedó helada.

Las marcas de los azotes de la noche anterior seguían ahí. Normalmente, su divinidad sanaba las heridas con rapidez, pero esta vez no había ocurrido. Sus brazos, piernas y espalda seguían cubiertos de moretones y laceraciones.

—¿Por qué…? —susurró, tocando su piel con incredulidad.

Era imposible. Ni siquiera las peores torturas del pasado habían dejado rastros tan duraderos.

Entonces, su don despertó.

Una imagen fugaz cruzó su mente: un hombre de cabellos dorados, alto y de porte noble, extendiéndole la mano.

—¿Hoy…? —su voz tembló—. ¿Hoy vendrá el representante de los Siete Reinos?

El latido acelerado en su pecho le dio la respuesta.

No podía permitirse estar en este estado cuando lo viera. Si este hombre era el mismo de su visión, entonces Vered le estaba marcando el camino. Tenía que verse fuerte, impecable, aunque por dentro estuviera destrozada.

Se movió con la mayor rapidez que su cuerpo le permitió. Abrió el enorme armario de su habitación, el único objeto verdaderamente lujoso en ese espacio miserable. Estaba repleto de vestidos finos, zapatos y joyas. Todo para aparentar que la cuidaban, para engañar a los nobles y visitantes que preguntaban por ella.

Tomó un vendaje limpio y comenzó a cubrirse cuidadosamente: torso, brazos, piernas, espalda. Cada movimiento le arrancaba un quejido, pero se obligó a continuar.

Eligió el vestido más largo y recatado que pudo encontrar, uno que cubría su cuerpo por completo. Sus dedos temblaban al abrocharlo, pero cuando terminó, dejó escapar un suspiro.

Luego, se puso unas botas blancas de tacón alto, elegantes pero cómodas. Cepilló su cabello con paciencia, domando los nudos con cada pasada. Finalmente, tomó un listón dorado y lo ató alrededor de su cabello, dejándolo caer en una cola baja.

Se miró al espejo.

A pesar del dolor, de las heridas ocultas bajo la tela, sonrió con todo su corazón.

—Soy fuerte. Y mi dios Vered siempre está conmigo.

Con esa convicción, salió de la habitación.

Debía encontrar al Papa. Como cada mañana, él le asignaría sus deberes del día. Quizá la enviara a limpiar los templos, a servir en los banquetes o, peor aún, la entregaría a algún cardenal para que la "disciplinara".




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