Los nombres poseen un poder inmenso, o al menos eso dice un antiguo adagio que aún resuena en este mundo. Y aunque pueda parecer una simple creencia popular, esconde una verdad peligrosa. En tiempos remotos, los nombres se utilizaban para atar almas, un acto que inicialmente tenía un propósito noble: las parejas lo empleaban como un vínculo sagrado para comprometerse mutuamente. Sin embargo, con el tiempo, esa práctica fue corrompida y utilizada para someter a otros. Un nombre, cuando se inscribía dentro de un círculo mágico especial, podía convertir a una persona en un esclavo incapaz de desobedecer sin arriesgar su vida. Por esta razón, revelar el nombre real se convirtió en un tabú absoluto, algo que nadie osaba hacer bajo ninguna circunstancia.
Hoy en día, todo eso no pasa de ser un viejo mito que solo los ancianos recuerdan y cuentan en susurros junto al fuego. Pero en el otro continente, donde gobiernan los reyes de los Siete Reinos, esa creencia sigue viva. Es por eso que ninguno de ellos utiliza su verdadero nombre, ocultándolo incluso tras máscaras de identidad comunes.
Eldric, por ejemplo, es un nombre que muchos varones adoptan para proteger su verdadera identidad. No es raro encontrar pueblos enteros donde todos los hombres responden al mismo nombre, confundiendo así a cualquier posible amenaza. Incluso el rey que visitaba el Imperio Dorado seguía esta costumbre, usando "Eldric" mientras guardaba celosamente su verdadero nombre: Farem
El puerto del Imperio Dorado estaba en caos. Nobles y comerciantes se habían reunido, expectantes ante la llegada del barco del Viejo Continente. No era común que los reyes de los Siete Reinos pusieran un pie en estas tierras.
Latael, desde su posición, observaba el navío de velas negras con el emblema dorado brillando al sol. Respiró hondo.
—Espero que Vered los escoja como aliados… —murmuró.
En la embarcación, Eldric —o más bien, el rey Farem— miraba la conmoción en el puerto con una sonrisa entretenida.
—Parece que nos esperaban —comentó con ligereza.
A su lado, Loss, su fiel soldado, frunció el ceño.
—¿Cómo lo supieron?
Farem apoyó una mano en la baranda del barco, su sonrisa ensanchándose con burla.
—Tal vez la Santa vio el futuro —dijo en tono despreocupado.
Loss no rió. La idea de que alguien pudiera ver lo que estaba por venir le ponía los pelos de punta.
—No deberíamos subestimarla —advirtió.
Farem solo alzó una ceja.
—No lo haré. Por eso vine.
Mientras la embarcación atracaba, el Papa esperaba en lo alto de las escaleras de mármol del puerto, acompañado de un séquito de cardenales y soldados. Sus ojos, codiciosos y ansiosos, se posaron en el hombre que descendía del barco con la elegancia de un depredador.
Farem caminó con la calma de quien no temía nada ni a nadie.
—Bienvenido, alteza —saludó el Papa con una sonrisa calculada.
El rey inclinó la cabeza levemente, sin deshacerse de su aire de superioridad.
—Un honor estar aquí, su eminencia —respondió con voz grave.
Detrás de él, Loss y otros soldados se mantuvieron firmes. La tensión era casi palpable en el aire.
Desde la catedral, Merss sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Él ha llegado.