Fenix de Vered: Historias de Merss

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Eldric suspiró mientras Merss terminaba de vestirse. No sabía si creer en sus palabras, pero su intuición le decía que no era prudente ignorarla.

—Bien, señorita santa —dijo con sorna—, vamos a ver si realmente puedes hablar con un monstruo marino.

Salieron a la cubierta, donde los marineros y magos ya estaban en posición. El cielo seguía despejado, pero el viento había cambiado y el agua del mar estaba demasiado calma, como si algo enorme acechara bajo la superficie.

—¡Majestad! —gritó un vigía desde el puesto de observación—. ¡Hay algo acercándose rápidamente por estribor!

Eldric alzó la vista justo a tiempo para ver cómo el agua comenzaba a burbujear y el reflejo dorado del sol se distorsionaba. Luego, un rugido gutural y profundo vibró en el aire. De las profundidades emergió una serpiente marina colosal, con escamas del color de la esmeralda y ojos dorados, idénticos a los de la santa.

Los marineros gritaron y los magos levantaron sus bastones, listos para atacar. Pero antes de que cualquiera pudiera lanzar un hechizo, Merss avanzó descalza por la cubierta y levantó una mano.

—¡No lo ataquen! —ordenó con voz firme.

El viento se arremolinó a su alrededor, haciendo ondear su vestido negro. Eldric entrecerró los ojos, observándola con una mezcla de incredulidad y curiosidad. La mujer que apenas unas horas atrás había estado al borde de la muerte ahora irradiaba una presencia que nadie podía ignorar.

La serpiente marina gruñó, abriendo su enorme boca llena de colmillos. Podría tragarse el barco de un solo bocado, pero en lugar de atacar, se detuvo. Su enorme cabeza se inclinó hacia la nave, acercándose a Merss con precaución.

—¿Qué demonios…? —susurró Tammar.

Loss se tensó, observando con atención.

Merss dio un paso adelante y apoyó una mano sobre las escamas húmedas de la bestia. Cerró los ojos y murmuró algo en un idioma que nadie más entendía. La serpiente soltó un sonido profundo, como un gruñido de satisfacción, y luego se sumergió lentamente en el agua, desapareciendo en las profundidades sin hacer daño alguno.

El silencio que quedó en la cubierta era sepulcral.

—…No puede ser —murmuró Tammar con la boca abierta.

Loss tragó saliva.

Eldric, por su parte, sonrió con auténtica diversión.

—Bueno, santa —dijo, cruzando los brazos—. Creo que acabas de salvarme una gran cantidad de problemas.

Merss se giró hacia él, aún descalza, con la brisa marina acariciando su rostro.

—¿Ahora me cree?

Eldric rió.

—Ahora tengo aún más preguntas.

Merss bajó la mirada por instinto, su cuerpo entrenado para no sostener la vista ante figuras de mayor autoridad. Dio un paso al frente y, en ese instante, un rayo de luz descendió del cielo, impactando sobre ella con una calidez imposible.

—¡Vered! —exclamó, cayendo de rodillas con una alegría infantil. Hacía tanto tiempo que no sentía su presencia real.

La voz resonó por toda la cubierta, como un trueno expandiéndose en cada rincón del barco. Todos quedaron paralizados, incapaces de moverse o siquiera respirar con normalidad.

—Perdóname, hija —la voz de Vered era solemne, pero con un deje de pesar—. No deseo derramar ninguna bendición sobre la catedral, por eso me mantengo alejado de ti en ese lugar.

Merss sintió un nudo en la garganta. Su dios… le estaba pidiendo perdón.

—He venido a felicitarte por tu cumpleaños, disculpa el retraso —continuó Vered, su tono cambiando a uno más ligero, casi travieso—. Y quiero obsequiarte algo tangible, pero aún estoy decidiendo qué podría gustarte.

Merss alzó la vista, conmovida.

—No es necesario, Vered. Es suficiente con poder escucharle.

El dios rió con suavidad, pero incluso esa risa hizo vibrar el barco entero, como si el mismo océano respondiera a su júbilo.

—Mmm… niño Fa—

—¡No, Vered! —Merss lo interrumpió de inmediato, su voz un susurro apremiante.

Le lanzó una mirada furtiva a Eldric, quien, a pesar de su actitud relajada, se había tensado de inmediato.

—No diga su nombre real —murmuró ella.

Vered permaneció en silencio por un instante antes de soltar una carcajada más estruendosa, como un trueno en la distancia.

—Ah, cierto, cierto. Esa extraña costumbre que desarrollaron hace siglos… está bien. Eldric —pronunció el nombre con cierta diversión—, ¿qué crees que debería obsequiarle a esta niña tan humilde, que jamás me ha pedido nada?

Eldric sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Un dios le estaba hablando directamente, pero por alguna razón, no sentía la necesidad de medir sus palabras. Se inclinó ligeramente hacia adelante, con una media sonrisa llena de interés.

—Depende… ¿puede su regalo ser algo que no se pueda robar ni destruir?




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