—¿Negociar, dices? —El emperador entrecerró los ojos, evaluándolo—. No recuerdo que los demonios tuvieran mucho interés en la economía.
Naxta sonrió, su cola agitándose con placer.
—Eso es porque la mayoría de los demonios siguen aferrados a sus viejas costumbres —dijo con desdén—. La guerra es costosa, la sangre no genera riquezas, y yo no quiero que mi reino dependa de conquistas absurdas.
El emperador apoyó el codo en el reposabrazos de su trono, descansando el mentón en su mano.
—Hablas como un hombre de negocios.
—Soy mucho más que eso —Naxta se acercó un paso—. Soy un visionario.
El emperador dejó escapar una pequeña risa.
—Eres ambicioso.
—Y usted es pragmático —Naxta ladeó la cabeza—. Por eso estamos teniendo esta conversación.
El silencio en la sala se hizo pesado. Los consejeros del emperador intercambiaban miradas incómodas, sin atreverse a intervenir.
Finalmente, el emperador enderezó su postura.
—Muy bien, Naxta. Hablemos de negocios. Pero quiero dejar algo claro…
Su mirada se tornó afilada, como la de un depredador.
—Si me engañas, si intentas usarme para un juego que no comprendo, me aseguraré de que jamás tengas la oportunidad de reinar nada.
Naxta mostró los colmillos en una sonrisa afilada.
—Perfecto —susurró—. Porque yo tampoco tengo tiempo para juegos.
El emperador tamborileó los dedos sobre el brazo de su trono, observando a Naxta con renovado interés. Había esperado arrogancia y demandas, como era costumbre en los demonios, pero en su lugar había recibido una clase magistral en economía disfrazada de charla informal.
—Eres un comerciante nato —comentó, sin poder ocultar su admiración—. Es extraño escuchar a un demonio hablar de negocios con tal precisión.
Naxta rio con burla, apoyando una mano en su cadera.
—¿Y qué esperaba? ¿Que hablara de destrucción y caos? —Alzó una ceja—. Esas cosas no llenan los cofres ni construyen imperios.
Los consejeros murmuraban entre ellos, algunos todavía inseguros, pero otros completamente fascinados con el conocimiento que había demostrado el demonio.
—Si lo que dices es cierto, y tus tierras poseen minerales y gemas de alta pureza, podríamos considerar un trato —dijo el emperador, cruzando los brazos—. Pero no me bastan solo palabras.
Naxta sonrió de lado, como si hubiera estado esperando ese comentario.
—Oh, lo sé —dijo jugueteando con su cola—. Por eso mismo, la próxima vez que venga, traeré muestras de lo que poseo. No espero que confíe en mí solo porque tengo una cara bonita.
El emperador soltó una risa seca.
—Más te vale.
Naxta hizo una exagerada reverencia, su cola ondeando con elegancia.
—Será un honor iluminarlo con mi mercancía, su majestad.
El emperador sacudió la cabeza, entretenido por la actitud del demonio. No se fiaba de él todavía, pero no podía negar que lo intrigaba. Y si sus palabras eran ciertas, entonces esta reunión podría ser el inicio de algo mucho más grande.
—Sé que no es de mi incumbencia… pero, ¿por qué estaba el gusano blanco aquí? —preguntó Naxta con evidente desprecio en la voz, refiriéndose al Papa.
El emperador no respondió de inmediato. En lugar de ello, lo observó con detenimiento, midiendo sus palabras con la precisión de un jugador experimentado.
—¿Y por qué un demonio como tú querría saber eso? —preguntó con calma, su mirada afilada evaluando cada uno de los movimientos de Naxta.
El demonio chasqueó la lengua y cruzó los brazos con impaciencia.
—Porque ese gusano sagrado ha causado demasiados problemas en este mundo. —Su cola se movió con irritación—. No me agrada. Y si está aquí, eso solo puede significar una cosa: está desesperado.
El emperador apoyó un codo en el brazo de su trono y descansó el mentón sobre su mano, una leve sonrisa en sus labios.
—En eso tienes razón. Está desesperado. Ha perdido algo valioso y ha venido a pedirme ayuda para recuperarlo.
Naxta ladeó la cabeza con interés, su sonrisa torcida asomando.
—Oh… interesante. ¿Y qué te ofreció a cambio?
El emperador sostuvo su mirada con la misma compostura inquebrantable.
—Digamos que aún estamos en negociaciones.
Naxta rodó los ojos con dramatismo, soltando un exagerado suspiro.
—Déjame adivinar… ¿algo que ver con la Diosa Blanca?
El silencio en la sala fue respuesta suficiente.
La expresión del demonio cambió al instante.
—¿Le ocurrió algo a ella?
El emperador entrecerró los ojos.
—¿Por qué te interesa tanto?
Naxta mostró una sonrisa ladina y avanzó un paso, desafiando la prudente distancia que mantenía.
—Digamos que tengo mis propios negocios con ella.
Los consejeros a ambos lados del emperador intercambiaron miradas incómodas, pero el monarca no mostró reacción alguna.
—No me gusta que jueguen en mi territorio sin mi permiso, demonio.
Naxta alzó las manos en un gesto despreocupado, como si aquello no le afectara en absoluto.
—No se preocupe, Su Majestad. No he venido a entrometerme en sus asuntos… pero ella sí es mi asunto.
El emperador lo estudió por un momento, consciente de que Naxta ocultaba más de lo que decía. Finalmente, sin dejar entrever emoción alguna, habló:
—La Santa fue secuestrada por uno de los reyes de los Siete Reinos.
Los ojos de Naxta se abrieron ligeramente antes de que una sonrisa llena de malicia se dibujara en su rostro.
—Así que está con ellos…
Su cola se movió con un ritmo inquieto, como si su cuerpo luchara por contenerse.
—Me retiro por ahora, Su Majestad. Pero si el gusano blanco vuelve… hágamelo saber. Me encantaría verlo retorcerse un poco más.
Sin esperar respuesta, Naxta se giró y se dirigió hacia la salida con su habitual aire despreocupado.
Pero por dentro, cada fibra de su ser rugía con impaciencia.
Lo único que quería en ese momento era alzar el vuelo y encontrarla.