Fenix de Vered: Historias de Merss

56

Naxta salió del castillo del emperador con pasos calculados, pero tan pronto como cruzó las murallas, desplegó sus alas sin dudarlo. Un solo aleteo levantó una ráfaga de viento, haciendo crujir las hojas de los árboles cercanos y levantando el polvo del camino.

El cielo nocturno se abría ante él, vasto e infinito, iluminado solo por la pálida luz de la luna y las estrellas dispersas. Sin perder tiempo, se elevó con fuerza, dejando atrás las torres y cúpulas doradas del palacio imperial.

El viento silbaba a su alrededor mientras ascendía, atravesando corrientes frías y cálidas con la destreza de un depredador en su dominio natural.

Pero no buscaba presas.

La buscaba a ella.

Cruzó montañas y valles, dejando atrás la civilización en cuestión de minutos. Bajo él, la vasta extensión del mar se desplegaba como un manto de sombras, reflejando la luna en su superficie inquieta.

Cerró los ojos un instante, dejándose llevar por sus sentidos más agudos.

Merss no dejaba rastros físicos en el mundo como lo haría un humano común. No podía seguir su olor ni escuchar su latido desde la distancia. Pero su esencia… su divinidad… era algo que incluso en un mundo saturado de fe y poderes sagrados, se distinguía como un faro en la oscuridad.

Inspiró hondo, buscando más allá de la vista, más allá del oído.

Y entonces, la sintió.

Un hilo etéreo, frágil pero inconfundible, vibrando en la distancia. No era la energía arrolladora de los cardenales ni la presencia dominante del Papa. No. Era ella, sutil, cálida, casi escondida en el tejido del mundo.

Merss estaba allí, en algún lugar más allá del horizonte.

Naxta abrió los ojos, su sonrisa afilada reflejando la certeza en su interior.

—Te encontré.

Con un último batir de alas, se inclinó hacia adelante y se lanzó a toda velocidad sobre el mar.

Naxta llevaba toda la noche volando.

Las corrientes frías del amanecer golpeaban su cuerpo mientras descendía en picada hacia su destino. Sus alas, cansadas pero firmes, lo mantenían en el aire mientras su mirada se fijaba en la ciudad que se extendía bajo él.

El Reino Vilat.

El sol naciente teñía los edificios de tonos dorados y alargaba las sombras de las murallas. El viento matutino era fresco, pero el ambiente en la capital se sentía tenso.

Naxta sonrió con burla mientras descendía.

—Justo el reino que más nos odia —murmuró para sí, disfrutando de la ironía.

Pero apenas aterrizó sobre una de las murallas, un grupo de soldados ya estaba esperándolo. Y al frente de ellos, dos figuras conocidas lo observaban con seriedad.

Eldric y Dorion.

El Rey de Vilat mantenía su postura imponente, con los brazos cruzados, su expresión severa e impenetrable. Eldric, en cambio, sonreía con una calma peligrosa.

—Vaya, vaya… Mira quién decidió hacer una visita sorpresa —dijo Eldric con tono burlón—. ¿No sabías que los demonios no son bienvenidos aquí?

Naxta alzó las manos en un gesto despreocupado.

—¿Y si solo vine a admirar la arquitectura? La verdad, esperaba algo más impresionante de un reino tan arrogante.

Dorion gruñó, pero Eldric no reaccionó a la provocación.

—¿Qué quieres, príncipe Naxta?

El demonio bajó de la muralla con un salto ágil, plegando sus alas lentamente.

—Estoy buscando a alguien.

Eldric entornó los ojos.

—La Santa.

Naxta sonrió de lado.

—Tal vez. ¿Y qué si lo fuera?

Dorion chasqueó la lengua con disgusto.

—Si crees que te la entregaremos, eres aún más idiota de lo que pensaba.

Naxta soltó una carcajada.

—No necesito que me la entreguen. Si está aquí, la encontraré yo mismo.

Eldric suspiró, fingiendo paciencia.

—Lamento informarte que tu visita termina aquí.

Antes de que Naxta pudiera responder, el aire a su alrededor se estremeció.

Un destello azul.

Un chispazo de magia pura.

El ataque lo golpeó de lleno en el pecho.

El impacto lo lanzó por el aire, haciéndolo girar antes de estrellarse contra el suelo de piedra con un estruendo.

Naxta gruñó, sintiendo el calor abrasador de la magia en su piel. Se incorporó con dificultad, su cuerpo aun temblando por la descarga.

Cuando levantó la vista, Eldric ya estaba sobre él, su mano rodeada de energía mágica, listo para lanzar otro golpe.

Pero antes de que pudiera hacerlo…

Una sombra se interpuso entre ellos.

Merss.

El resplandor azul la envolvió en un instante.

El hechizo la alcanzó de lleno y su cuerpo tembló con la fuerza del impacto antes de desplomarse sobre las piedras.

Por un momento, el mundo pareció detenerse.

Eldric jadeó, su expresión transformándose en puro horror.

—Merss…

Naxta, aún en el suelo, la miró con los ojos abiertos de par en par.

—¡Idiota! —gruñó con furia, su voz rasgada por el impacto y la incredulidad.

Merss respiraba con dificultad, su cuerpo temblando mientras la magia chisporroteaba sobre su piel.

Ella lo había protegido.

Había recibido el ataque en su lugar.

Eldric bajó lentamente la mano, paralizado.

El silencio cayó sobre la escena como una sentencia.

Naxta se incorporó con dificultad, sus músculos aún entumecidos por el impacto del hechizo. Pero el dolor no importaba.

Todo lo que veía era a ella.

Merss yacía sobre las piedras, su cuerpo inmóvil, su respiración entrecortada.

Eldric intentó acercarse, pero un gruñido gutural lo detuvo.

Naxta chasqueó la cola contra el suelo, interponiéndola entre ellos con un brillo amenazante en sus ojos carmesíes.

—¡No des un paso más! —advirtió, su voz cargada de odio.

Eldric se quedó quieto, su expresión endurecida, pero sin desafiarlo de inmediato.

—Na… naa… —Merss intentó hablar, su voz débil, apenas un susurro.

Naxta se arrodilló y la tomó en sus brazos con extremo cuidado, como si temiera que pudiera romperse.




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