El océano se extendía bajo él, vasto e inquieto, reflejando la luz del cielo en destellos que parecían estrellas caídas. Naxta cortaba el aire como un cometa oscuro, su silueta marcada por ráfagas de viento y poder. Pero no había belleza en su vuelo, solo una urgencia cruda que lo impulsaba hacia adelante.
En su mano, la marca ardía. Brillaba como un sol diminuto, imposible de ignorar, como si quisiera recordarle algo que llevaba grabado en el alma desde antes de que pudiera entenderlo. Frunció el ceño, deteniendo su avance con un golpe de sus alas. Flotó inmóvil sobre las olas, observando la palma abierta. La marca era más que un símbolo; era una presencia viva, una fuerza que latía al mismo ritmo que su corazón.
—¿Qué mierda es esta? —gruñó, cerrando el puño con furia contenida. Su voz retumbó en el vacío, pero el mar y el cielo permanecieron indiferentes.
Y entonces, la respuesta llegó. No desde fuera, sino desde dentro. Una voz antigua, serena, cargada de una autoridad tan absoluta que incluso el viento pareció detenerse para escucharla.
—¿No quieres ayudar a mi hija?
Naxta se quedó paralizado. El sonido no era un eco ni un susurro perdido entre las nubes. Era más profundo, más íntimo. Como si la propia tierra bajo sus pies hubiera cobrado vida para hablarle.
—¿Quién…? —balbuceó, girando la cabeza en busca de una fuente, aunque sabía que no la encontraría.
El silencio lo envolvió durante un instante infinito. Luego, la voz volvió, suave pero implacable, como una caricia hecha de fuego.
—¿No quieres alejarla de los seres malvados que la torturan?
El corazón de Naxta dio un vuelco. Miró de nuevo su mano. La marca seguía brillando, desafiante, casi burlona. Parecía mirarlo a él, juzgarlo, exigir algo que no estaba seguro de querer dar.
—¿Esto es en serio…? —susurró, incrédulo. Nunca antes había sentido el peso de una divinidad hablándole. Y ahora que lo hacía, no sabía si aquello era una bendición o una maldición.
El aire se volvió denso, pesado, como si el mundo entero contuviera el aliento. Las palabras de Vered resonaron en su pecho, profundas y sin espacio para la duda:
—La iglesia ya negoció su destino con la casa real de Dueria. Pronto, será enviada a su reino bajo la protección de los cardenales.
Las imágenes llegaron sin aviso, invadiendo su mente como un torrente incontrolable. Un trono dorado. Hombres con túnicas ricas y sonrisas codiciosas. Merss, vestida con ropajes lujosos, pero con los ojos vacíos, consumida por un dolor que nadie podía ver. Un hombre mayor, con dedos gruesos llenos de anillos, levantando su velo con una mueca depredadora.
Naxta sintió cómo su sangre hervía. Los demonios eran crueles, despiadados. Él mismo había cometido atrocidades que harían temblar al mismísimo infierno. Pero esto… esto era diferente. Esto era asqueroso.
—No puede ser verdad… —murmuró, aunque el temblor en su voz traicionaba lo que ya sabía. La verdad se había enraizado en su interior como una maldición.
Con un rugido gutural, golpeó el aire frente a él, como si pudiera deshacer la visión con sus propias manos. Sus alas se tensaron, vibrando con una energía oscura.
—Van a arrepentirse de siquiera haber pensado en ello.
Y sin dudarlo un segundo más, se lanzó en picada de regreso hacia los Siete Reinos.
Naxta volaba a toda velocidad, su furia impulsándolo como un rayo a través del cielo. El viento rugía a su alrededor, las olas del mar agitándose bajo su sombra.
Pero entonces, una luz descendió del cielo.
Un resplandor divino cayó justo delante de él, formando una barrera imposible de atravesar.
Naxta se detuvo en seco, aleteando con fuerza para mantenerse en el aire. Sus ojos carmesíes brillaban con furia mientras chocaba de frente con aquella muralla celestial.
—¡Déjame pasar! —rugió, golpeando la pared de luz con todas sus fuerzas.
El impacto resonó como un trueno, pero la barrera no se movió ni un centímetro.
Naxta apretó los dientes y volvió a golpearla.
—¡No puedes estar hablando en serio! —bramó—. ¡No permitiré que vuelva ahí!
Sus golpes se hicieron más violentos, su cola agitándose con furia. Rugió improperios al cielo, maldijo a Vered y a todos los dioses mientras seguía atacando sin descanso.
Pero la luz no cedió.
Sus puños comenzaron a doler, su respiración se volvió errática. Y finalmente, exhausto, se detuvo.
El cielo permaneció en silencio.
Hasta que la voz de Vered resonó en su interior.
—¿Estás listo para escuchar?
Serena.
Inquebrantable.
Naxta bufó, su pecho subiendo y bajando con cada respiración agitada.
—¡Aahg! ¡Está bien, habla, dios inescrupuloso! — exigió, su voz baja pero cargada de una furia letal.
La respuesta de Vered fue fría, precisa, como el filo de una espada.
—Ve y habla con el príncipe Ludian y el cardenal Latael. Ellos también llevan mi marca. Son aliados de mi hija y están al tanto del plan de la iglesia.
Naxta apretó los dientes, su cola agitándose con impaciencia. Odiaba trabajar en equipo. Odiaba depender de otros. Pero, por primera vez en mucho tiempo, algo más pesaba más que su orgullo.
Merss… Fénix… estaba en peligro. Y esta vez, no iba a actuar solo.
Con un último vistazo a la barrera celestial que aún bloqueaba su camino, giró en el aire. Si este era el precio para salvarla, entonces lo pagaría.
Con un poderoso batir de alas, cambió de rumbo. El siguiente destino estaba claro: el príncipe Ludian y el cardenal Latael.