—Tienes diez minutos, hija mía.
La voz de Vered resonó en su pecho como un trueno silencioso, y antes de que pudiera respirar, sintió el tirón.
Todo a su alrededor se desvaneció.
Su cuerpo permaneció en el banquete, junto a Eldric y Dorion, pero su esencia… no.
Merss se vio fuera de sí misma, como un eco suspendido entre planos. Era un susurro, una sombra, un alma sin carne.
No dudó. Corrió.
Se deslizó entre la multitud como un soplo de viento, invisible, imposible de atrapar. Atravesó los pasillos del palacio, sus pies no tocaban el suelo, su forma era un parpadeo entre la realidad y lo divino.
El cuadro.
El pasillo.
La puerta.
Un paso más, y la madera se volvió humo.
Y entonces, su tiempo se acabó.
Sintió el cuerpo regresar.
La carne, el peso, la respiración.
Merss jadeó, llevando las manos al pecho.
—Increíble… —susurró, con los ojos abiertos de asombro y temor.
Pero no hubo tiempo para más.
La puerta se abrió con un leve crujido.
Tres figuras encapuchadas cruzaron el umbral.
Merss contuvo el aliento.
Detrás de ellos, un rostro conocido.
Un sirviente de Dorion. Un traidor.
Ella memorizó cada línea de su rostro con la precisión de un juicio eterno. No lo olvidaría.
Uno de los encapuchados frunció el ceño.
—Dijiste que estaría sola.
—S-sí… estaba sola… —el sirviente tartamudeó, retrocediendo—. No sé cómo entró ella…
Sus ojos se abrieron, de golpe.
—Espera… ¡ella es la Santa!
Una risa burlona estalló en la sala.
—¿La Santa? ¿No era solo un cuento de la Iglesia para someter ignorantes?
Otro giraba una daga entre los dedos, como un niño con su juguete favorito.
—Podríamos comprobarlo… Se supone que se regenera, ¿no?
Merss sabía lo que venía.
No importaba.
Estaba lista.
Uno de ellos la tomó por el cuello y la arrojó al suelo con violencia.
Antes de que pudiera gritar, le llenaron la boca con tela.
Y entonces, el filo.
La primera puñalada.
Directa al corazón.
Un dolor punzante, total.
Su aliento se extinguió en un jadeo ahogado.
—¿Lo ven? —dijo uno, extrayendo la daga de su pecho con indiferencia—. Mentiras. Todo son mentiras de la Iglesia.
Pero entonces, su cuerpo brilló.
Un resplandor suave, imposible.
El aire volvió a sus pulmones.
Merss respiró.
Los asesinos retrocedieron, pasmados.
—Por un demonio… ¡es real! —murmuró uno, los ojos dilatados.
Otro, con manos temblorosas, rasgó su vestido de un tirón.
Merss intentó cubrirse, pero la sujetaron.
Una bota aplastó su brazo.
La luz volvió a ella.
Cada herida cerrándose.
Pero para ellos… no era un milagro. Era un espectáculo.
—No importa cuántas veces lo hagamos —musitó uno, observando fascinado—. Se regenera.
—¡Terminen y vámonos! —urgió el sirviente desde la puerta, pálido como un muerto.
Los encapuchados se apartaron.
Sus dagas goteaban sangre.
La habitación era un lienzo de rojo oscuro.
Merss se tambaleó, apenas sostenida por su voluntad.
Y entonces lo vio.
Uno de ellos, avanzando hacia la reina.
No.
No lo permitiría.
Reuniendo el último vestigio de fuerza, Merss se lanzó hacia ella.
La cubrió con su cuerpo.
—¡Aléjense! —gritó, su voz desgarrada.
El asesino maldijo entre dientes y, harto, hundió su daga en su cuello.
Merss no la soltó.
La sangre brotó en una violenta explosión carmesí, salpicando el rostro de la reina.
No la soltó.
Otra se clavó en su espalda.
Otra más.
Y otra.
Las paredes, las cortinas, la cama… todo se volvió escarlata.
Pero Merss no la soltó.
Y entonces, un estruendo.
La puerta se estrelló contra el muro.
—¡Deténganse!
Loss.
Eldric.
Dorion.
Los tres irrumpieron como una tormenta.
Y se detuvieron, helados por el horror.
Tres sombras.
Un mar de sangre.
Y en el centro, Merss.
Su cuerpo tembloroso, hecho trizas, aún cubriendo a la reina.
Protegiéndola.
Aún respirando.
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63
Los pasillos del palacio palpitaban con pasos apresurados. El eco de las botas resonaba como tambores de guerra en las paredes doradas. Como una ola de acero, decenas de soldados irrumpieron en la habitación, sus armas alzadas, sus rostros marcados por la urgencia. No hubo compasión. En cuestión de segundos, los tres encapuchados fueron reducidos al suelo, sus cuerpos sometidos sin piedad.
Pero uno a uno, al cruzar el umbral, los soldados se detenían.
Como si una fuerza invisible les arrancara el aliento.
La sangre.
En el suelo. En las paredes. En las sábanas aún perfumadas.
Y en el centro de todo, un cuerpo que no se movía.
Una figura tendida sobre la reina.
¿De quién era esa sangre?
Eldric fue el primero en romper el hechizo. Avanzó como un rayo, los pies resbalando sobre el rojo. Su corazón palpitaba con violencia, como si quisiera escapar de su pecho. No. No. No.
Y entonces la vio.
El cuello abierto, la piel de Merss tan pálida que parecía mármol.
La reina, viva, estaba empapada en su sangre. Tenía el rostro cubierto, la boca, el cabello… Todo manchado de carmesí.
Algo frío trepó por la espalda de Eldric como una serpiente. Un nudo de acero le apretó la garganta.
No.
Dorion, tras él, mantenía el ceño fruncido. Su furia era tangible, una tempestad contenida en su rostro. Al ver a los asesinos, su voz se alzó como un trueno:
—Hagan que hablen esos malnacidos.
La rabia le devoraba el juicio. Pero cuando sus ojos se posaron en su esposa, algo en él se quebró.
El rostro le cambió.
El rey se acercó con una lentitud reverente, como si temiera que un solo paso más lo destruyera por completo.