Las heridas en su cuerpo comenzaron a cerrarse una a una, como si el tiempo mismo hubiese decidido retroceder. No quedó rastro de los cortes, ni de las puñaladas, ni de la carne abierta que había manchado las sábanas de rojo. Solo quedó piel intacta, piel que brillaba.
Una luz blanca, suave y resplandeciente, emergió desde su pecho y la envolvió como un manto celestial. Su cabello, empapado de sangre segundos atrás, se transformó en hilos dorados como la miel fundida al sol. Sus ojos, cerrados como los de un cadáver, se abrieron… y dentro de ellos ardían dos diamantes vivos, repletos de una llama sagrada.
Nadie respiraba. Nadie se movía.
Estaban ante un milagro.
Y eran suficientes.
Suficientes ojos.
Suficientes testigos.
Entonces, Merss habló. Pero la voz que emergió no era suya.
—Júralo.
El aire se volvió denso, cargado de algo que oprimía el pecho y helaba la sangre. La luz se intensificó, temblando sobre las paredes como una llamarada sin calor.
Dorion sintió un estremecimiento profundo.
Esa voz…
No era humana.
—Júralo en mi nombre, Dorion. Que harás justicia para mi hija.
Era Vered.
El dios mismo.
Su voz retumbó como un trueno contenido entre los muros de piedra, cada sílaba impregnada de una autoridad que no dejaba espacio a la duda ni al miedo.
Dorion cayó de rodillas. Sus manos temblaban, pero su voz se alzó firme, resonando desde lo más profundo de su alma:
—¡Vered! ¡Lo juro! ¡Ayudaré a tu hija! ¡La Iglesia arderá bajo mi mando!
El grito rompió el silencio como una espada.
Y uno a uno, los soldados se unieron, con lágrimas en los ojos, con los corazones entregados.
Todos juraron en nombre del dios.
Todos… menos uno.
Eldric no se movió.
No pronunció palabra.
Su mirada era sombra, su rostro tenso. Aún esperaba. Aún no creía que aquello fuese el milagro que él necesitaba.
Mientras el juramento retumbaba aún en el aire, Merss se puso en pie.
Su andar era sereno. Imposiblemente erguido.
Se acercó a la reina, aún postrada, aún inconsciente, y sus ojos resplandecieron con ternura infinita.
—Te creo. —dijo. Su voz sonaba como un eco en el alma—. Y mereces una recompensa por tu férrea lealtad.
Elevó la mano.
Y de su palma, brotó sangre.
Pero no era roja.
Era dorada. Líquida y luminosa como el sol atrapado en forma pura.
La sangre sagrada descendió lentamente, gota a gota, hasta posarse en los labios de la reina.
Entonces, ella respiró.
Abrió los ojos.
Un murmullo de asombro atravesó la sala, pero Dorion no oyó nada. Solo la vio a ella. Viva.
Viva.
La abrazó con la desesperación de quien ha perdido todo y lo recupera sin merecerlo. Lloró contra su cuello, incapaz de hablar.
—Sus dolencias han sido sanadas. —la voz de Vered se alzó una última vez—. Ahora solo le espera una larga vida a tu lado, Rey Dorion. Sé que cumplirás tu juramento.
La luz se desvaneció.
Los ojos de Merss perdieron su brillo, su cabello volvió a su tono natural, y su cuerpo, agotado, cayó al suelo como un lirio marchito.
Nadie se atrevió a moverse.
Ni siquiera a respirar.
Un milagro había sucedido.
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Minutos atrás, entre risas y vino, la feria del palacio estaba en pleno apogeo.
Eldric bromeaba con Dorion, despreocupado, con la copa en una mano y la otra enlazada con la de Merss. No la miraba demasiado, no entonces.
Pero de pronto… su mano se sintió vacía.
Miró a un lado.
Ella ya no estaba.
—¿Ah? ¿Qué diablos…?
La confusión pasó a alarma. Demasiada gente lo había visto. Ella no se alejó. Desapareció.
Loss apareció entre la multitud, su rostro pálido.
—¿Cómo desapareció? —dijo Eldric con voz áspera.
—Tiene que haber sido Vered —murmuró Dorion, encogiéndose de hombros, más sorprendido que inquieto.
Pero Loss lo negó.
—La habitación de la reina.
No hizo falta más.
Dorion corrió de inmediato, silbando una señal aguda que invocaba a sus soldados como una jauría de guerra.
Eldric fue tras él.
—¡Habla claro!
—Esta mañana —dijo Loss, a su lado, jadeando por la carrera—, la señorita Merss fue hasta la habitación. No hizo nada. Solo… sonrió. Y retrocedió.
Eldric sintió cómo algo se rompía en su interior.
La vio. La entendió.
Y su furia creció.
—Tuvo una visión —dijo entre dientes—. Esa condenada Santa… ¡está haciendo una locura sola!
Aceleraron.
Los corredores del palacio se volvieron estrechos, pesados, asfixiantes.
Y cuando empujaron la puerta…
Ahí estaba.
Sangre.
Tanta sangre.
Tres asesinos.
Y en el centro, Merss, como un escudo de carne y hueso, protegiendo con su cuerpo el de la reina.
—No… —susurró Eldric.
Pero ya era tarde.
O eso creyeron.