Fenix de Vered: Historias de Merss

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El palacio entero era un hervidero de murmullos, gritos ahogados y respiraciones entrecortadas. El nombre de Merss se deslizaba por los labios de todos, repetido una y otra vez como un rezo, como una leyenda viva que nadie terminaba de creer. En cada rincón, de boca en boca, su historia tomaba forma, teñida de asombro y devoción.

Y, por una vez, ningún rumor parecía exagerado.

Porque era cierto.

Ella había recibido las puñaladas.
Ella había dejado su sangre en cada rincón de aquella habitación maldita.
Ella había cubierto con su propio cuerpo a la reina Elena, y la había salvado.

Una mujer pequeña, frágil a los ojos de cualquiera, pero que había enfrentado sola a tres asesinos y había resistido torturas que harían caer a cualquier otro. Y luego... luego, Vered mismo descendió. Se apoderó de su cuerpo para obrar un milagro.

Y ahora, ese milagro caminaba por los pasillos del palacio.

La reina de Vilat, que durante más de siete años había estado postrada en una cama, muda, inmóvil, sonreía. Saludaba. Reía. Sus pasos eran ligeros como la brisa, y su voz, clara y armoniosa, se alzaba como si nunca hubiera estado ausente. Era imposible no mirar.

Y sin embargo, por más que los ojos la siguieran con lágrimas de gratitud, siempre volvían al mismo punto invisible.

A ella.

A la Santa que aún no despertaba.

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Cada mañana, la reina cruzaba en silencio el umbral de la habitación donde Merss yacía inconsciente. Le hablaba en susurros suaves, con una ternura que no se ve en reyes ni en gobernantes. Le ofrecía pequeñas cucharadas de alimento líquido, asegurándose de que pudiera tragar sin dificultad, limpiando su rostro con una delicadeza casi maternal.

No lo hacía por obligación. No por devolver un favor.

Lo hacía porque la veía con otros ojos. No como una enviada del cielo. No como una Santa. Sino como una hija.

Una niña rota que lo había dado todo por ella. Y ese sacrificio, en lo más profundo de su corazón, la llenaba de un orgullo inesperado.

Eldric, por su parte, no podía cruzar esa puerta.
Cada vez que se detenía frente a ella, el aire se volvía espeso. Algo en su pecho lo retenía. Molestia. Frustración. Dolor. No lo entendía, pero le dolía demasiado.

Y Loss lo observaba. Siempre ahí, de guardia, firme como una sombra silenciosa. Sin decir una palabra, lo veía irse… y volver.

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El tercer día llegó, y con él, la decisión.

Eldric debía partir hacia Tegica.

No dijo nada. Solo alzó una mano, y Loss entendió. Entró en la habitación con cuidado, recogiendo a Merss con una delicadeza reverencial. A pesar del leve color que volvía a su piel, ella seguía sumida en un profundo silencio. Inmóvil.

La sostuvo con fuerza, y ambos cruzaron los pasillos. Eldric avanzaba al frente, firme, determinado. Su expresión era una máscara de hielo.

Pero al llegar a la salida del palacio, una figura emergió entre las columnas.

—Estás loco si piensas que te dejaré ir con la Santa en ese estado.

Dorion. Su mano reposaba con naturalidad sobre la empuñadura de su espada. No era una amenaza directa… pero la advertencia estaba clara.

Eldric se detuvo. Su mirada, fría como el acero, se cruzó con la del otro rey.

—Te lo advertí, Dorion. Al tercer día, me iría con ella —espetó, la voz tensa, definitiva—. Necesito hacerlo.

Un hechizo empezó a brillar en su palma. Sutil. Letal.

Dorion no retrocedió. Tampoco sonrió.

Estaban al borde del abismo.

Pero entonces, una voz elegante cortó la tensión como un velo en el viento.

—Rey Eldric, del Reino de Tegica…

La reina Elena avanzó con la misma calma que mostraba en sus paseos. Alzó una mano y la posó sobre la espada de su esposo, haciendo que este bajara la guardia sin decir una palabra.

—¿Podría esperar solo un día más? —preguntó, con dulzura peligrosa—. ¿O es tan urgente llevarse a la Santa en ese estado deplorable?

Eldric apretó los dientes. El control se le escapaba entre los dedos.

—¡No me hagan esto! Necesito irme ahora.

La reina lo miró por un largo segundo. Luego, asintió con una sonrisa suave.

—Está bien…

Eldric exhaló, girándose para marcharse, cuando la reina dejó caer la daga envenenada de sus palabras.

—Pero no participaremos en la próxima reunión de los Siete Reinos.

El paso de Eldric se congeló. Giró lentamente, la incredulidad pintando cada línea de su rostro.

¿Acababa de oír bien?

Eso significaba que Vilat retiraba su apoyo. Que no permitiría el uso de sus puertos. Que rompía la alianza.

Su mirada voló a Dorion… pero el rey ya no estaba ahí.

Solo quedaba un hombre mirando con devoción a su esposa. Porque en ese momento, estaba claro quién gobernaba.

No era Dorion.

—¿Habla en serio, Reina de Vilat? —gruñó Eldric, con los puños cerrados.

Ella inclinó apenas la cabeza. Una sonrisa afilada curvaba sus labios.

—¿Usted qué cree, Rey de Tegica?

—¡Aaaashhhh! —El rugido frustrado de Eldric retumbó en los corredores.

—¡Un día! ¡Una noche y me la llevo! —bramó antes de marcharse a zancadas, como si cada paso evitara que el mundo se desmoronara bajo sus pies.

Loss lo vio desaparecer sin decir palabra.

Luego, giró hacia la reina.

Ella le ofreció una señal tranquila con la mano.

—Sígueme… hay que dejarla descansar.

Loss la siguió por un pasillo alejado, más silencioso, hasta un rincón olvidado del palacio. Allí, tras una gran puerta de hierro forjado, se extendía un invernadero de cristal y oro.

La luz del sol atravesaba los vitrales polvorientos, bañando el lugar en un resplandor suave y nostálgico. Las flores estaban muertas, los árboles caídos. La tierra, agrietada por el abandono.

Pero en el centro, como una joya enterrada, había vida.

Un nido de mantas de colores brillantes, cojines bordados con hilos dorados, velos de seda que danzaban con la brisa.




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