—¡Padre!
La voz firme y vibrante quebró el murmullo solemne del palacio.
Todos los presentes giraron de inmediato, y entre ellos, Dorion frunció el ceño por reflejo. Pero cuando sus ojos reconocieron al joven en la entrada, su rostro se iluminó como pocas veces ocurría.
—¡Latem! ¡Hijo!
Sin esperar un segundo, el rey abrió los brazos y atrapó al joven en un abrazo sólido, como si en ese gesto quisiera asegurarse de que era real.
Latem, alto, fornido, con la misma llamarada roja en el cabello y la intensidad en los ojos de su madre, respondió con la misma fuerza.
La emoción vibraba en su voz contenida cuando habló:
—Escuché las noticias, padre. Vine de inmediato desde la frontera. ¿Dónde está ma…?
La palabra se quebró en su garganta.
Porque allí, frente a él, no como un recuerdo ni un eco del pasado, sino viva, radiante, estaba su madre.
Latem se quedó inmóvil. Apenas respiraba.
La mujer a quien había conocido solo postrada, la que una vez dejó de hablar, de ver, de responder, ahora caminaba hacia él.
Sonreía.
Su risa ligera acariciaba el aire, y en sus ojos bailaba una chispa de vida que Latem jamás había conocido.
—Latem… —su voz era cálida, melodiosa, llena de la vida que la enfermedad le había arrebatado— Te has vuelto tan enorme como tu padre en su juventud.
Él tanteó el aire con manos temblorosas, temiendo que todo fuera un sueño frágil, dispuesto a romperse al menor contacto.
Pero cuando sus dedos rozaron la piel de su madre, cálida y viva… su corazón estalló.
—Vamos, niño… —susurró la reina con dulzura, atrapándolo en un abrazo fuerte, decidido.
Latem se aferró a ella, su rostro hundido en su hombro, su cuerpo estremeciéndose mientras las lágrimas, incontrolables, le desbordaban.
—¡Madre… Madre!
Todo lo que había soñado, todo lo que había perdido y aprendido a enterrar, estaba aquí.
Palpitante.
Reescribiendo el mundo a su alrededor.
—¿Cómo…? —su voz se quebró, un susurro casi inaudible— ¿Realmente Vered nos escuchó?
Se arrodilló ante ella, besando sus manos, como quien toca un milagro.
—Sí, hijo. —respondió Elena, mirándolo con un brillo imposible de describir—. Pero fue gracias al sacrificio de una niña… casi de tu edad.
Dorion soltó una carcajada baja, cruzándose de brazos mientras una sonrisa astuta curvaba sus labios.
—Ooooh… yo conozco esa mirada.
La reina le lanzó una mirada de falsa inocencia, sorbiendo su vino con elegante parsimonia.
Había un plan. Dorion lo sabía. Y eso solo podía significar problemas… o maravillas.
Aquella noche, por primera vez en décadas, la familia real de Vilat cenó unida.
Rieron. Bromearon.
Latem sentía que cada latido de su corazón era un eco de algo perdido y finalmente recuperado.
Cuando las copas estuvieron vacías y las risas bajaron, su madre le dedicó una sonrisa cargada de misteriosa complicidad.
—Hijo… deberías pasar por el invernadero.
Sus palabras flotaron en el aire como un susurro encantado.
Latem arqueó una ceja, divertido.
—¿Me estás enviando a una misión secreta, madre?
Ella rio suavemente, ese sonido nuevo que Latem aún no se cansaba de escuchar, y le hizo un gesto imperioso con la mano.
—Hazme caso.
Rodando los ojos, sonriendo, besó la frente de su madre antes de retirarse.
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El invernadero lo recibió como un templo olvidado, bañado en una luz dorada que parecía caer directamente del cielo.
El cristal, envejecido por el tiempo, destellaba con matices áureos bajo aquella bendición.
Latem frunció el ceño, su paso haciéndose más cuidadoso.
Y entonces la vio.
Una figura caminaba entre las plantas marchitas, envuelta en un halo de resplandor que casi la hacía parecer irreal.
Su vestido rojo ligero danzaba con cada movimiento, abrazando sus formas como si el viento mismo la siguiera devoto.
Y donde sus pies descalzos tocaban la tierra, brotaban flores nuevas.
Donde sus manos rozaban ramas secas, renacía el verde.
La vida se tejía a su paso.
Latem contuvo el aliento, el corazón martilleándole el pecho como un tambor de guerra.
La joven levantó el rostro apenas, dejando que un rayo de luz dibujara en su piel un resplandor casi etéreo.
Sonreía, no para nadie en particular, sino como quien escucha una música secreta en el alma.
Algo en esa sonrisa —tan dulce, tan ajena al mundo— lo rompió por dentro.
—¿Quién…? —murmuró, incapaz de contener la palabra.
Y sus pies, sin permiso, comenzaron a moverse hacia ella.
Un paso.
Otro.
Como atraído por una gravedad antigua y sagrada.
Antes de poder detenerse, ya estaba dentro del invernadero, atravesando el umbral dorado del destino, caminando directo hacia la muchacha que hacía florecer la vida misma.