Latem apenas podía respirar.
La visión frente a él desbordaba toda lógica, desdibujaba el límite entre la fantasía y lo tangible.
¿Un hada?
¿Un ángel?
¿Una diosa?
No lo sabía. Y quizá no quería saberlo.
Solo sentía esa pulsión inevitable, una marea que lo empujaba hacia ella, que lo jalaba con fuerza invisible hacia el centro mismo de su existencia.
Merss giraba con una sonrisa tan suave que parecía imposible. Y entonces, como si el mundo entero se inclinara a su paso, el invernadero despertó.
Las flores, dormidas por el frío, estallaron en un clamor de colores vivos.
Los árboles resecos, vencidos por el tiempo, alzaron sus ramas con un temblor de juventud.
Y el aire… el aire olía a vida. A rocío nuevo. A esperanza.
Latem sintió que flotaba.
Como si sus pies hubieran olvidado el suelo.
Como si hubiese cruzado un umbral secreto hacia un mundo más puro.
Ella se detuvo en el centro, la luz dorada acariciando su piel como si Vered mismo la besara.
Y entonces, sus ojos encontraron los de él.
Una sonrisa.
Cálida. Serena.
Un instante de eternidad.
Y luego, sin aviso, la luz se apagó.
Y su cuerpo cayó.
Latem no pensó.
Solo reaccionó.
En un latido la tenía entre sus brazos, antes de que tocara el suelo.
Era tan liviana.
Tan frágil.
Como si estuviera hecha de pétalos.
Su piel estaba helada, casi sin color.
Su cabello, sedoso, se deslizaba entre sus dedos como agua.
Y por un segundo, por un segundo atroz, sintió que se quebraría si apretaba demasiado.
La miró.
La miró como si quisiera entenderla.
Como si el mundo ya no se explicara sin ella.
Y luego, al sentir el débil aliento que escapaba de sus labios, despertó de su trance.
Se incorporó con rapidez y corrió hacia el palacio, el corazón golpeando con la fuerza de una tormenta.
—¡Madre! ¡Madre! —gritó, con la voz cargada de algo más que urgencia. Era reverencia. Era terror.
Sostenía a Merss como si llevara un milagro a punto de romperse.
—¡Un hada! Revivió el invernadero... cada flor, cada árbol... —jadeó, sin aliento—. ¡Pero ahora mírala! ¡Está muy mal!
Dorion soltó una carcajada atronadora.
—¿Un hada? ¡Jajajajaja!
Pero la reina Elena no se rio.
Se acercó con esa calma que solo tienen quienes han conocido el dolor.
Colocó una mano sobre el brazo de su hijo, y su ternura hizo temblar su voz.
—Ella me salvó, hijo.
Latem la miró con los ojos aún nublados por la confusión.
—¿La Santa? —murmuró.
Elena asintió, sonriendo con una dulzura que no era alegría, sino gratitud.
—No es un hada… pero sí nuestra salvación.
—Llévala a la habitación real —ordenó entonces, con firmeza—. Necesita descanso.
Latem obedeció. Pero su mente era un torbellino.
Sostenía a esa mujer como se sostiene un juramento.
Y al pasar por los pasillos, miró a sus padres… sin comprender.
¿Cómo podía esa figura diminuta, apenas hueso y piel, ser la Santa que la Iglesia proclamaba?
Algo no encajaba.
—Hay algo mal aquí… —murmuró.
La reina lo oyó.
Y en su pecho, una chispa de orgullo brilló.
Sí, pensó. Hay algo muy mal.
En la habitación, Latem vaciló frente a la cama.
No sabía cómo soltarla.
Como si aún no creyera que debía dejarla ir.
Su madre, con la paciencia de quienes han amado mucho, abrió las sábanas y le indicó cómo hacerlo.
Latem la recostó con un cuidado reverente.
Y Elena la cubrió como quien arropa a un tesoro.
Por un instante, no se escuchó nada.
Solo el suspiro de una mujer que dormía.
Y el silencio de un hijo que había visto un milagro.
Latem se dejó caer en un sillón.
—Madre… —dijo, con voz baja—. ¿A qué te refieres con que te salvó?
Frunció el ceño.
—¿No fue Vered quien te sanó?
La sonrisa de la reina se tiñó de pena.
Una tristeza que no venía del presente, sino de lo que había vivido en esa habitación.
Y entonces, le contó.
Todo.
Los asesinos.
La tortura.
La sangre.
Cómo Merss, hecha trizas, se había interpuesto entre la muerte y ella.
Cómo no retrocedió, ni siquiera al borde del fin.
Latem escuchó sin respirar.
Cada palabra era un puñal en su mente.
Cuando Elena terminó, el joven solo pudo susurrar:
—Qué mujer más admirable y valiente…
Y la miró.
Ya no con asombro.
Sino con respeto.
Pero una duda se enroscó en su garganta.
—¿Por qué está tan delgada? —preguntó, al fin—. La iglesia… ¿no la cuida?
La reina entrecerró los ojos.
—Eso deberíamos preguntárselo a ella… o al rey Eldric.
Latem parpadeó.
—¿Está aquí? —Soltó una risa incrédula—. No me digas que fue él quien la trajo.
—Por supuesto que fue él.
—Ve a buscarlo —añadió Elena, divertida—. Ve y moléstalo.
Latem se levantó con el brillo de una nueva misión.
Pero antes de salir, volvió la mirada hacia Merss.
Su madre lo notó. Y sonrió con ternura.
—No te preocupes.
Colocó su mano sobre la frente de Merss.
—Tu madre la cuidará.
Latem asintió, y acercándose, tomó un mechón del cabello de la joven.
Lo besó con la solemnidad de una promesa.
—Gracias por proteger a mi madre con tu vida —susurró—.
Yo te devolveré el favor con la misma fuerza.
Y con eso, la dejó.
Salió con el corazón ardiendo.
Y con un nombre resonando como fuego en sus pensamientos.
Eldric.