Eldric caminaba de un lado a otro en su habitación, como un lobo encerrado.
Cada paso, una sentencia.
Cada pensamiento, un aguijón.
Un día perdido.
Un día desperdiciado.
Un día en el que podría haberle ofrecido un milagro a su pueblo.
Golpeó la mesa con el puño cerrado. El sonido seco le devolvió un destello de claridad, pero su mente seguía girando, arrastrando siempre la misma espina.
Un día en el que…
…podría haber ganado su confianza.
Se quedó quieto. El pensamiento le pinchó el orgullo como una astilla invisible.
Frunció el ceño.
—¿Confianza? —murmuró, como si la palabra le hubiera salido sin permiso.
No.
No necesitaba su confianza.
No la quería.
Alzó la vista hacia el techo, como si pudiera verle el rostro al dios.
—¡No soy una pieza en tu tablero, Vered! ¡Maldita seas!
El eco de su voz retumbó en las paredes.
Pero antes de que pudiera seguir despotricando, un grito rompió su furia.
—¡No insultes a Vered!
Eldric parpadeó, sorprendido.
Conocía esa voz.
Giró hacia la entrada y vio una silueta alta y fornida en el umbral de la puerta.
El ceño fruncido. Los ojos ardientes de determinación.
Y entonces, sonrió.
—¡Latem!
Se puso de pie de un salto y se acercó a su viejo amigo, soltando una carcajada.
—¡Amigo, estás enorme!
Latem le devolvió la sonrisa y se saludaron con un fuerte apretón de manos.
—Me pasas por medio metro, hombre.
—Y tú sigues sin parecer un rey. —Latem rió, dándole una palmada en el hombro.
Ambos rieron con la facilidad de quienes compartieron una infancia juntos.
Pero entonces, la expresión de Latem se endureció.
—No puedo creer que hayas traído a la Santa. —Sacudió la cabeza, admirado—. Eres impresionante, Eld.
Eldric sonrió con autosuficiencia.
Pero en cuanto vio el brillo en los ojos de Latem, supo que su amigo no había venido solo a felicitarlo.
—Dime la verdad, Eldric.
Su tono se tornó más grave.
—¿Qué pasa con la iglesia y la Santa?
Eldric se cruzó de brazos.
—¿Quién te lo dijo?
—Mi madre.
Eldric resopló con diversión.
—Tu madre es una mujer muy inteligente y astuta. —Sonrió con ironía—. Me da miedo ahora que ella está al mando.
Latem rió con suavidad y se dejó caer al suelo, apoyándose en los cojines.
—Entonces… ¿vas a contármelo?
Eldric suspiró y se dejó caer también, apoyando los antebrazos en las rodillas.
—Es una historia larga. Y terrible.
Y entonces, comenzó a contarla.
—Cuando la encontré, su espalda estaba cubierta de latigazos.
Latem dejó de sonreír.
—Su piel tenía heridas abiertas. Llagas infectadas. Cicatrices antiguas y recientes entremezclándose.
Su voz se volvió más pesada, más tensa.
—No parecía un ser humano, Latem.
La imagen de Merss encogida en la oscuridad aún no salía de su cabeza.
—Y luego… en mi barco.
Eldric cerró los ojos un segundo.
—Espías de la iglesia intentaron llevarla de vuelta.
Se inclinó un poco hacia adelante, con las manos entrelazadas.
—No intentaron matarla. No.
—¿Entonces qué hicieron? —Latem preguntó con el ceño fruncido.
Eldric soltó una risa amarga.
—La torturaron.
Latem sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Eldric continuó, su voz ahora más baja.
—Le clavaron dagas. Como si fuera lo más normal.
Hizo una pausa.
—Y ella… ni siquiera lloro.
Latem tragó saliva.
—¿Qué?
Eldric miró a su amigo con seriedad.
—Merss ha estado tantos años en sumisión… que ni siquiera sabe si tiene permitido expresar dolor.
La habitación quedó en silencio.
—No sabe si tiene permitido comer.
Eldric sacudió la cabeza.
—O dormir.
Latem entrecerró los ojos, tratando de procesarlo todo.
Eldric dejó escapar un suspiro.
—Nunca ha dormido en una cama.
Latem sintió que el estómago se le revolvía.
—Nunca la han dejado mirar el cielo.
Latem apretó los puños.
Pero Eldric aún no había terminado.
—La obligaban a sonreír todo el tiempo.
Los ojos de Latem brillaban con rabia contenida.
—Y teme a las autoridades.
Su mandíbula se tensó.
Eldric se recostó contra los cojines y cerró los ojos por un momento.
—Eso es la Santa de la Iglesia, Latem.
Latem permaneció en silencio.
El fuego de su cabello no era nada comparado con el que ardía en su interior en ese momento.
—Tu padre hizo un juramento ante Vered.
La voz de Eldric sonó firme, señalando a Latem con un dedo.
—La iglesia arderá bajo su mano.
Latem golpeó su pecho con orgullo.
—¡Eso es lo que merece esa asquerosa institución!
Pero Eldric se encogió de hombros con indiferencia.
—Merss aún no pretende dejar la iglesia.
Latem frunció el ceño.
—¿Merss?
—Ah… —Eldric chasqueó la lengua, sintiendo que había hablado de más—. Es el nombre de la Santa.
Latem inclinó la cabeza, pensativo.
—Hombre… no deberías decir su nombre tan a la ligera.
Por primera vez, pensó en ello con seriedad.
—¿Será su nombre real?
Eldric soltó un resoplido y se encogió de hombros.
—Debe serlo. Según lo que he leído, cuando un Santo miente, su pecho se vuelve negro.
Apuntó su propio pecho con dos dedos.
—Como una mancha maldita.
Latem entrecerró los ojos, recordando la escena en el invernadero.
Su vestido flotando, la luz envolviéndola, su delicado cuerpo danzando con cada movimiento…
Su piel. Su pecho.
No había ninguna mancha oscura.
—No le vi nada. —dijo con naturalidad, sin darse cuenta de sus palabras.
Eldric lo miró con incredulidad.
—¿Que no le viste qué?
Latem se puso rojo como su cabello.
—¡Fue un accidente!
Se aclaró la garganta, apartando la mirada.