Fenix de Vered: Historias de Merss

70

La noche cayó sobre el palacio como un manto oscuro, envolviendo cada rincón con una quietud que parecía demasiado perfecta. En la habitación de Merss, la luz de las velas titilaba débilmente, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. La reina Elena se inclinó sobre ella, su rostro iluminado por una ternura casi maternal. Con delicadeza, depositó un beso en su frente, como si temiera romper la fragilidad que parecía emanar de su cuerpo dormido.

—Buenas noches —susurró, su voz apenas un eco en el silencio.

Con movimientos suaves, acomodó las mantas alrededor de Merss, asegurándose de que estuviera cálida y protegida. Su mirada se detuvo un instante más de lo necesario en el rostro sereno de la joven, como si quisiera grabarlo en su memoria.

—Espero poder dejarte aquí más días… hasta que te recuperes por completo —murmuró, dedicándole una última sonrisa antes de salir de la habitación con pasos tan ligeros que apenas hicieron ruido.

Pero la calma fue efímera. Momentos después, otra figura entró furtivamente en la habitación. Sus pasos eran tan silenciosos como sombras deslizándose bajo la luna. Se acercó a la cama de Merss con una precisión fría, casi mecánica. Sus manos se movieron rápidamente, deslizando algo entre sus labios mientras dormía. Lo mismo que había dejado cada noche. Un somnífero… para mantenerla dormida. Para asegurarse de que no despertara.

Luego, con la misma sigilosa discreción con la que había entrado, desapareció en la oscuridad, dejando tras de sí solo el leve crujido de la puerta al cerrarse.

Mientras tanto, en otra parte del palacio…

Eldric se removía inquieto en su cama, el malestar ardiendo en su pecho como un fuego que no lograba extinguir. Era una sensación molesta, desconocida, que lo carcomía desde dentro. Algo lo irritaba. Algo lo hacía sentirse… furioso. Sin razón aparente.

—¡Aaaagh! ¡¿Qué demonios me pasa?! —gritó, rompiendo el silencio de la habitación mientras se levantaba de golpe, pasándose una mano por el cabello enredado.

Pero antes de que pudiera encontrar una respuesta a su propia pregunta, una voz resonó en la habitación. Profunda, inmensa, imposible de ignorar.

—Rey Eldric.

Eldric se tensó, su cuerpo entero paralizado por el peso de esa sola palabra.
—¿Qué?! —respondió con molestia, sin pensar.

La voz no era humana. Era Vered.

El sudor frío se deslizó por su espalda, un escalofrío recorriendo su columna vertebral.

—L-lo lamento. —Su voz se volvió tensa, torpe—. Solo estoy… molesto.

Apretó los brazos contra su pecho, su orgullo retorciéndose en su interior.

—Y sí, también estoy molesto con usted.

Vered no respondió de inmediato. Pero cuando lo hizo, solo dijo una palabra.

—Sal.

Y luego, silencio.

Eldric frunció el ceño, confundido.

—¿Sal?

Su mente comenzó a divagar con fastidio. ¿Salado? ¿Salir? ¿Que me vaya? ¿Qué demonios quiere de mí este maldito dios?

Bufó y salió de su habitación, decidido a buscar algo salado en la cocina, solo para sacarse esa palabra de la cabeza. Caminaba por los pasillos cuando un sirviente pasó rápidamente a su lado. Demasiado rápido. No lo saludó. Ni siquiera hizo una reverencia.

Eldric entrecerró los ojos.

—Mal educado. —murmuró con desdén, pero no le dio más importancia.

Siguió su camino hasta la cocina y tomó unas papas cocidas. Dio un bocado a una y comenzó a masticar distraídamente. Pero su mente… fue a Merss.

Sin pensarlo demasiado, se dirigió a su habitación.

Cuando llegó, algo lo hizo detenerse.

La puerta… estaba entreabierta.

En ese instante, Loss salió del baño y notó lo mismo.

Eldric frunció el ceño.

—Loss, dejaste la puerta abierta.

Loss se puso pálido.

—Yo no la abrí, su majestad.

Ambos entraron rápidamente, escaneando la habitación con la mirada. Pero todo parecía estar en orden. Merss respiraba tranquila, dormida como siempre.

Loss miró a su alrededor con cautela. Eldric, en cambio, se encogió de hombros y se acercó a la cama.

Se sentó junto a Merss y observó su rostro sereno, su respiración acompasada. Una sonrisa cansada curvó sus labios.

—Seguro nunca has comido una papa en tu vida.

Tomó una de las papas cocidas y, riendo para sí mismo, la presionó suavemente contra sus labios. Por supuesto, ella no reaccionó. Eldric retiró la papa y le dio un mordisco, pero en cuanto la probó, sus ojos se abrieron de golpe. Sabía amarga. Frunció el ceño y mordió otra, nada.

Miró a Merss con el ceño fruncido.

¿Era su boca la que sabía amarga…?

Su mente comenzó a hilar los hechos.

La puerta abierta. El sirviente apresurado. El amargor en sus labios.

Sin pensarlo, se inclinó y besó a Merss.

Loss, que lo observaba desde la puerta, se horrorizó.

—¡Majestad, qué hace?! —gritó, escandalizado, tirando de él con fuerza.

Eldric cayó al suelo, pero su expresión ya no era de molestia. Era de pura tensión.

—La están envenenando.

Loss parpadeó, aún confundido.

—¿Qué?

Eldric se puso de pie de golpe.

—¡Su boca, Loss! ¡Está amarga!

Y sin esperar más, salió corriendo en busca de un médico.

Loss, aún incrédulo, miró a Merss con el ceño fruncido. Se arrodilló junto a la cama, metió con cuidado un dedo en su boca y luego lo llevó a la suya. Su rostro se transformó en una máscara de horror. Era cierto. La boca de Merss sabía a veneno.




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