Fenix de Vered: Historias de Merss

74-75

Merss se congeló de repente. Las palabras de Latem resonaron en su cabeza como un eco prolongado, cargado de un peso que no había percibido hasta ese momento. Hijo del rey Dorion. Un príncipe.

Casi dejó de respirar. Su estómago se contrajo como si una mano invisible lo apretara, y la ansiedad trepó por su espalda como un escalofrío helado. Sus manos, aún apoyadas en el pecho de Latem, se crisparon levemente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué había hecho? Había permitido que un príncipe extranjero la cargara como si fuera una niña.

Su cuerpo se tensó, rígido como una cuerda a punto de romperse. Con torpeza, comenzó a moverse, intentando apartarse.

—Su Majestad… Príncipe Latem… —Su voz tembló, tropezando con cada sílaba como si las palabras fueran piedras demasiado pesadas para levantarlas—. Po-po-po-podría bajarme?

Forzó su mejor sonrisa, aunque sus manos temblaban levemente sobre sus rodillas, traicionando el esfuerzo sobrehumano que hacía por mantener la compostura. Latem la miró, confundido.

—¿Eh?

Pero al ver su rostro pálido y su mirada desesperada, la bajó con suavidad.

Merss inclinó la cabeza en una reverencia tan profunda que parecía querer desaparecer dentro de ella.

—Gracias y disculpe haberlo hecho cargarme… —Su voz apenas era un murmullo, un hilo de aire que apenas logró escapar de sus labios—. Olvidé por un momento su posición.

Se sentía como una completa insensata. Había hecho que un príncipe la llevara en brazos, sin pensar en el protocolo. Y entonces, los recuerdos la golpearon como un torrente helado. La iglesia. Las reglas. Los castigos. Cuando se equivocaba. Cuando hablaba sin permiso. Cuando no mostraba el respeto suficiente. Cuando no bajaba la cabeza lo suficiente.

Los látigos.
Los golpes.
El dolor.

Su respiración se volvió errática, entrecortada, como si el aire mismo se negara a entrar en sus pulmones. Miró el suelo con los ojos abiertos de par en par, sintiendo cómo la sangre abandonaba su rostro, dejándolo pálido como la cera.

—¿Santa…?

La voz de Latem sonó preocupada, pero también contenía una nota de inquietud, como si supiera que algo más profundo estaba ocurriendo bajo la superficie.

—Merss, ¿estás bien?

Se arrodilló sobre una pierna, intentando verle el rostro, buscando algún indicio de lo que pasaba dentro de ella. Pero Merss no reaccionó. Su cuerpo temblaba sutilmente, como una hoja atrapada en una tormenta silenciosa.

Latem levantó una mano con la intención de tocar su mejilla, asegurarse de que estuviera bien.

Pero en cuanto sus dedos rozaron su piel…

Merss retrocedió bruscamente. Como si su contacto quemara.

Latem se quedó helado, su mano suspendida en el aire como si hubiera sido detenida por una barrera invisible. Recordó las palabras de Eldric: "Teme a la autoridad."

Apretó los puños.

La iglesia.
Los que le hicieron esto.

Su sangre hervía en su interior, pero no podía dejar que ella lo notara. Así que, con una sonrisa amable que no alcanzaba sus ojos, se puso de pie con calma.

—Sígueme, por favor, Santa —dijo, su tono suave, sin rastros de la furia que lo carcomía por dentro—. Te llevaré con el rey Eldric.

Se dio media vuelta y comenzó a caminar.

Merss lo siguió de inmediato, con obediencia automática. Pero Latem apretó los dientes. Cada paso que daba alimentaba aún más su odio hacia la iglesia.

Justo afuera de la oficina de reuniones estratégicas, los gritos y risas resonaban como ecos distantes de una tormenta controlada. Los soldados que custodiaban la entrada se inclinaron en reverencia al ver a Latem. Sin necesidad de decir una palabra, abrieron las puertas.

Dentro, el ambiente era caótico.

—¡Por un demonio! ¿Por qué Vered le advirtió a usted y no a mí?! —Eldric gritaba con frustración, agitando una copa en su mano como si quisiera lanzarla contra la pared—. ¡Me hubiera quedado sin rechistar!

Dorion reía sin control, golpeando la mesa con el puño, mientras la reina Elena bebía tranquilamente una infusión, imperturbable ante el caos a su alrededor.

Cuando los dos reyes vieron entrar a Latem, Eldric siguió con su explosión de ira.

—¡Te aseguro que hubiera dejado a la Santa aquí! —Su copa golpeó la mesa con fuerza, el sonido resonando como un trueno—. Así no sería una molestia en el viaje, y me habría encargado de los asesinos solo.

Pero Latem ni siquiera tuvo tiempo de dar un paso dentro.

Merss se adelantó corriendo. Se dejó caer de rodillas con una rapidez que casi parecía un colapso. Llevó la frente al suelo, su cuerpo inclinándose como si el peso del mundo la obligara a postrarse.

—¡Yo-yo-yo-yo lo lamento mucho!

Su voz era frágil, desesperada, como el último susurro de una llama antes de extinguirse.

—Perdón por haber actuado sin su consentimiento.

Su cuerpo temblaba sin control, como si estuviera siendo sacudido por una fuerza invisible. Apenas pudo incorporarse un poco, uniendo sus manos sobre su pecho en súplica. Pero sus ojos permanecieron en el suelo, fijos en las baldosas como si allí pudiera encontrar redención.

Los recuerdos la golpeaban con más fuerza ahora.

Los azotes.
Las patadas.
Los golpes.
La sensación de ser insignificante.

—No volveré a actuar por cuenta propia… —su voz se quebró, convirtiéndose en un sollozo ahogado—. No lo haré, no lo haré.

Y entonces, levantó el rostro.

Su sonrisa era radiante. Brillante. Perfecta. Tan impecable que parecía tallada en cristal.

Una sonrisa que les dolió como un puñal en lo más profundo del pecho.

Los cuatro monarcas sintieron cómo su corazón se oprimía.

Merss no estaba pidiendo perdón. Estaba suplicando que no la castigaran.

Y lo más aterrador de todo…

Era que ni siquiera se daba cuenta de que estaba haciéndolo.

****************************************************************************************************************************




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.