Fenix de Vered: Historias de Merss

78

El silencio en la sala se volvió asfixiante.

Merss, con su mano aún temblorosa tras la bofetada, mantuvo su mirada fija en el traidor. Su voz, apenas un murmullo, se deslizó entre el aire espeso de la habitación, pero cada palabra cayó como un martillo sobre todos los presentes.

—Sé lo que es pasar tanta hambre… que en la desesperación lames el piso solo para saborear algo.

El traidor parpadeó, su expresión retorciéndose en una mezcla de incredulidad y desconcierto.

Merss avanzó un paso.

—Sé lo que es tener tanto frío… que debes doblar los dedos de los pies por miedo a que se quiebren congelados.

Los murmullos en la sala desaparecieron.

Nadie se movía.

Eldric apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos.

Latem sintió un ardor en el pecho, como si el peso de aquellas palabras lo aplastara.

Otro paso.

—Sé lo que es sentir tanto dolor… que prefieres que los azotes no se detengan, porque cuando lo hacen, el ardor es aún peor que el golpe mismo.

El traidor abrió la boca, pero no pudo pronunciar nada.

Un último paso.

Merss quedó a solo centímetros de su rostro.

Sus ojos dorados eran dos brasas encendidas en la penumbra.

—Y te puedo decir que, en mi pobreza, lo único que he deseado… —susurró, su aliento cálido rozando la piel del hombre— es una vela.

El traidor se tensó.

—Solo una vela… para que mis noches no fueran tan oscuras y difíciles.

El traidor tembló.

Merss lo miró con una mezcla de compasión y firmeza.

—No culpes a tus desgracias por tu corazón malvado.

Su tono fue más severo, más afilado.

—Porque en mi desgracia… yo jamás haría el mal.

El traidor rompió en un jadeo entrecortado.

No había más excusas.

No había forma de escapar.

Porque, ante ella, ante esa mujer que había sufrido y aún así jamás traicionó su alma, él no era más que un hombre miserable.

Merss lo miró una última vez, su expresión serena pero implacable.

—Espero que te arrepientas y vuelvas a Vered.

Sin esperar respuesta, le dio la espalda y comenzó a caminar fuera del gran salón.

El rey Dorion se levantó con autoridad.

—¡Aprisionen a ese hombre!

Los soldados no dudaron ni un instante. En un parpadeo, el traidor fue sometido, sus muñecas atadas con cadenas pesadas. Su destino estaba sellado. La pena de muerte sería inevitable.

Pero mientras los guardias lo arrastraban, el hombre comenzó a llorar.

No de rabia.

No de desesperación.

Lloraba como alguien que, en el último momento, se había dado cuenta del peso de sus acciones.

Eldric, que había permanecido en silencio durante todo el intercambio, observó la escena con el ceño fruncido.

Luego, su mirada se desvió hacia Merss.

Su figura se alejaba con pasos firmes, su vestido blanco moviéndose con la brisa nocturna que se colaba en los pasillos.

Sin pensarlo demasiado, decidió seguirla.

No la llamó.

No hizo ruido.

Simplemente, quería ver hacia dónde iba.

Latem, por su parte, se mantuvo al mando de los soldados. Mientras el traidor era escoltado con brutalidad, su mirada se desvió un instante, lo suficiente para ver a Merss alejarse en la distancia.

Su porte no era el de una santa celebrada.

Era el de una guerrera que había soportado demasiado.

Merss avanzó con pasos firmes hasta que sus piernas, agotadas por el peso de todo lo que había vivido, cedieron bajo ella. Cayó de rodillas en el frío suelo del pasillo, sus manos temblorosas aferrándose a la tela de su vestido mientras las lágrimas comenzaban a brotar sin control. Al principio fueron silenciosas, apenas perceptibles, pero pronto un sollozo ahogado escapó de su garganta.

"¿Qué le van a hacer a ese hombre?"
La respuesta ya estaba clara en su mente. No necesitaba escucharla en voz alta.
Pena de muerte.

Cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera bloquear la realidad. Había señalado al traidor. Había hecho lo correcto. Pero entonces, ¿por qué su corazón dolía tanto? No quería su muerte. No quería ser la causa de otra pérdida. Sin embargo, tampoco se sentía con el derecho de pedir clemencia. El peso de sus pensamientos amenazaba con asfixiarla.

No se dio cuenta de que alguien la observaba desde la penumbra del pasillo. Eldric, apoyado contra la pared, la vio derrumbarse. La Santa no parecía una divinidad. Parecía… simplemente una muchacha que había soportado demasiado.

Eldric suspiró con fastidio antes de acercarse.
—Merss, ¿qué haces? —preguntó, su tono más severo de lo que pretendía.

Ella levantó la cabeza lentamente, sus ojos aún empañados por las lágrimas. Lo miró con un atisbo de confusión.
—Eldric… yo…
—¿Tú? —insistió él, esperando que completara la frase.

Merss parpadeó un par de veces, como si intentara ordenar sus pensamientos. Luego, sin previo aviso, se llevó una mano al estómago.
—Creo que tengo hambre.

Lo dijo con sorpresa genuina, como si la idea misma le resultara extraña.

Hubo un instante de absoluto silencio.

Y entonces… Eldric explotó en carcajadas. No una risa contenida ni una sonrisa ladina, sino una carcajada escandalosa que resonó por todo el pasillo. Se dobló sobre sí mismo, riendo sin poder contenerse, mientras se limpiaba los ojos con el dorso de la mano.

Merss lo miró, desconcertada al principio. Pero al ver cómo su risa llenaba el espacio, como si por un momento no hubiera una sola preocupación en el mundo, no pudo evitar sonreír también.

Se llevó ambas manos al vientre. Era un dolor diferente. No el dolor del hambre que la consumía en la iglesia, ni la punzada de la desnutrición. Era algo más… algo nuevo. Algo… normal.

Eldric la miró entre risas, finalmente recuperando algo de compostura.
—Bien, pequeña Santa… vamos a ver qué tiene la cocina para ti.

Sin darle opción, la tomó de la muñeca y la llevó consigo.




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