Fenix de Vered: Historias de Merss

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La reina Elena ayudaba a Merss a vestirse con calma, tratándola como si fuera el objeto más precioso que alguna vez hubiera tocado. Sus manos eran cuidadosas y gentiles, como si temiera lastimar a la joven. Merss, tranquila y relajada, sonreía mientras la reina le acomodaba las ropas con delicadeza.

—Ahora eres mi hija —susurró Elena, ajustando el broche de la bata de Merss—. Seré tu familia.

La palabra familia resonó en su mente como un eco suave y cálido. Cerró los ojos por un momento, saboreando esas palabras con una felicidad silenciosa.

Tomándola de la mano, la reina la guió hasta el comedor.

Al entrar, la escena era casi cotidiana: Eldric comía con molestia, su ceño fruncido como si el simple acto de desayunar le irritara. Latem, por otro lado, susurraba algo a su padre, el rey Dorion, quien hacía un esfuerzo por contener la risa, claramente divirtiéndose a costa del rey de Tegica.

La reina Elena se acercó a su esposo y, con la suavidad de quien ha amado por años, besó sus labios con dulzura. Dorion, como si ese simple gesto iluminara su mundo, tomó su mano y la besó con gentileza antes de ayudarla a sentarse a su lado.

Merss, observando aquello, recordó el beso del príncipe Azurit.

¿Era lo mismo?

¿Era una muestra de afecto?

Pero él le había dicho que solo quería ver sus recuerdos.

Sacudió la cabeza. Claramente, no era lo mismo.

Se sentó un poco apartada del grupo, instintivamente guardando distancia. Nadie dijo nada; lo notaron, pero prefirieron darle su espacio. Esta vez, querían que comiera tranquila.

Y lo hizo.

Por primera vez, Merss comía con confianza, sin temor a que alguien la castigara por tomar más de lo que le correspondía.

Todos la miraban con satisfacción. Verla comer sin miedo, verla relajarse, era un pequeño triunfo.

Eldric, aunque fingía no estar observándola, la miraba de reojo. Había algo en ese momento de paz que le daba un extraño alivio.

Pero entonces, Merss se detuvo.

Sus ojos cambiaron.

Un plateado intenso los cubrió por completo.

—Otra maldita visión —murmuró Eldric, dejando caer los cubiertos y levantándose de inmediato. En un instante, se sentó junto a ella.

Merss, inmóvil, comenzó a mirar a su alrededor con nerviosismo.

—Eldric… ¡Eldric! —susurró al aire, como si intentara tocar algo invisible.

Eldric tomó su mano con firmeza.

—¿Me escuchas, Eldric? —preguntó ella con urgencia.

Él no respondió con palabras, solo abrió la mano de Merss y la tocó con la yema de los dedos, una única vez.

—Eldric, eres un mago, eres poderoso, ¿cierto?

Otra vez, Eldric tocó su palma.

Sí.

El rey Dorion y Latem se pusieron de pie de inmediato.

—¿Puedes poner un campo de fuerza para proteger el palacio? —insistió Merss, buscando tocarlo con la otra mano, su respiración agitada.

Eldric apretó los labios y, con un movimiento rápido, volvió a tocar su palma.

Sí.

—¡Diez segundos, Eldric! ¡Rápido! —gritó Merss.

Sin dudarlo, Eldric se puso de pie con un salto, saltó sobre la mesa y se colocó en el centro del comedor. Movió las manos con rapidez, trazando líneas mágicas en el aire, símbolos resplandecientes que vibraban con energía pura.

Con un movimiento brusco, separó sus manos y, de inmediato, una cúpula azul envolvió el palacio entero.

Apenas un segundo después, una bola de fuego impactó con una fuerza brutal, sacudiendo los cimientos del castillo.

Pero nada colapsó.

El escudo lo había contenido todo.

—¡Por los Siete Reyes! —rugió Dorion—. ¿Qué demonios fue eso?

Latem corrió hacia su madre, asegurándose de que estuviera a salvo.

Eldric no bajó su guardia.

—¡Merss! —su voz sonó cortante—. ¿Qué más ves en tu visión?

Merss temblaba.

—No sé qué es… No sé cómo se llama…

Apretó los puños.

—¡Eldric! ¡Otra vez! ¡Cinco segundos!

Eldric cerró los ojos y maldijo entre dientes.

El segundo impacto fue aún más fuerte.

La cúpula crujió y la fuerza de la explosión lo lanzó hacia atrás, haciéndolo caer de rodillas, agotado.

Pero en ese instante, una pared del comedor se derrumbó en un estruendo ensordecedor.

De entre la nube de polvo, un haz de luz salió disparado, dirigido a Eldric.

Pero Merss se movió primero.

Corrió con todas sus fuerzas y se interpuso en el último segundo.

El impacto la sacudió con violencia.

Una lanza atravesó su cuerpo, de lado a lado.

—¡¡Merss!! —gritó Eldric, con los ojos abiertos de par en par.

—¡¡Santa!! —exclamó la reina Elena con horror.

Una figura femenina emergió de entre el polvo.

—Vaya, vaya… Así que esta es la famosa Santa de Vered.

Su voz era firme, con un tono de desdén.

Merss, aún sosteniéndose en pie con la lanza incrustada en su abdomen, alzó la mirada hacia la intrusa.

Era una mujer imponente, de cabello rizado y rojo como el fuego, vestida con una armadura plateada reluciente y una capa blanca ondeando con el viento.

Sostenía la lanza con firmeza, sin siquiera haber retrocedido tras el impacto.

—No es nada sorprendente —comentó con frialdad.

—¡¡Reina Meilis!! —rugió Dorion, sacando su espada al instante—. ¡¿Cómo te atreves a atacar mi territorio?!

Latem se interpuso de inmediato entre su madre y la intrusa, su espada en alto, con la mirada encendida por la furia.

—Reina de Rubia, acabas de romper el tratado de paz de los Siete Reinos.

Meilis soltó una risa sarcástica.

—¿Paz? —sus ojos recorrieron la sala con desprecio—. ¿Me hablas de paz, mientras ustedes intentan aumentar su poder con el juguete de la iglesia?

Sus ojos se fijaron en Merss, como si la viera como un simple objeto.

Merss, jadeante, sujetó la lanza con ambas manos y la sostuvo con fuerza, resistiendo el dolor. Su sangre roja se derramaba, manchando las baldosas del palacio en charcos escarlata.




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