Fenix de Vered: Historias de Merss

91

La respiración de Meilis se quedó atrapada en su garganta.

No podía ser.

Había visto cómo la lanza atravesaba el cuerpo de la santa. Había visto la sangre brotar sin control, oscura contra la piedra del suelo. Nadie podía sobrevivir a eso.

Y, sin embargo…

Merss tosió, su pequeño cuerpo estremeciéndose con el esfuerzo. Respiraba.

La herida en su vientre, que segundos antes parecía irreparable, se cerraba ante sus ojos.

El agua de la jarra que sostenía la reina Elena fluía sin detenerse, pero ahora brillaba con un resplandor dorado, como si Vered mismo estuviera vertiéndola.

Eldric se mantenía inclinado junto a Merss, respirando con dificultad. Sus manos aún estaban manchadas de sangre, pero no apartaba la vista.

Latem, que había retrocedido por puro reflejo, ahora permanecía inmóvil, mirando el milagro con los ojos muy abiertos.

Y Meilis…

Sintió cómo su orgullo, su rabia y su incredulidad se desmoronaban en un instante.

Había llamado a la Santa un "juguete de la iglesia".

Había creído que solo era un instrumento de poder.

Pero ahora, veía con sus propios ojos que no había mentira en ella.

La Santa era real.

Y su poder… era un milagro viviente.

Merss parpadeó con pesadez, aún pálida, aún débil, pero viva.

Se giró lentamente y tomó la mano de Meilis con delicadeza.

—Sé paciente… Vered salvará a tu gente…

Su voz fue apenas un susurro, pero golpeó a Meilis con más fuerza que cualquier espada.

Las lágrimas, esas que había aprendido a reprimir durante años, brotaron sin control por su rostro.

Y antes de que pudiera responder, un soldado entró corriendo en el palacio, se arrodilló y habló con urgencia:

—Su Majestad… el pueblo… los soldados…

Meilis sintió el peso del desastre incluso antes de que terminara la frase.

Pero fue Merss la primera en reaccionar.

Apenas podía mantenerse en pie, pero fue la primera en correr hacia la salida.

Eldric bufó con exasperación antes de alcanzarla y, sin pensarlo demasiado, la cargó en brazos.

Latem aún sostenía la lanza ensangrentada y los siguió de inmediato.

—No sé por qué me sorprende que siempre corras directo al peligro —murmuró Eldric, elevándolos con su magia. Rodeó a Latem en el mismo hechizo y los llevó hacia el exterior.

El aire se impregnó de olor a humo y hierro.

Era un campo de batalla.

Los soldados del Reino de Rubia, con sus armaduras plateadas, luchaban ferozmente contra los guerreros de Vilat, cuyas ropas rojas estaban teñidas de sangre.

Merss extendió la mano, señalando el centro de la ciudad.

—Llévame allí.

Eldric la miró con el ceño fruncido.

—Enseguida, su santidad —se burló, pero obedeció.

Latem, sin perder la oportunidad, le dio un pequeño golpe en la cabeza.

—Deja de molestarla —rió con diversión.

Volaron hasta el centro de la plaza principal y descendieron justo en medio del conflicto.

Mientras tanto, Meilis se obligó a ponerse de pie. Secó sus lágrimas con el dorso de la mano y se giró hacia la reina Elena.

Ambas se miraron por un instante.

Y, en un acto de humildad que no se esperaba de ella, Meilis se inclinó con respeto.

Luego, con pasos firmes, se dirigió a la entrada del palacio.

Se paró frente a su ejército, frente a la destrucción que ella misma había desatado, y gritó con voz firme:

—¡Alto al fuego!

Los soldados del Reino de Rubia se detuvieron de inmediato, inclinándose ante su reina.

Dorion chasqueó los dedos, y los guerreros de Vilat también bajaron sus armas.

El silencio que quedó era insoportable.

El daño ya estaba hecho.

Los cadáveres y los heridos cubrían la plaza. Casas derrumbadas, sangre en las calles… todo por su culpa.

Dorion cruzó los brazos y la miró con severidad.

—Dime, Reina Meilis… ¿Cómo piensas compensar este desastre?

Meilis abrió la boca, pero no tuvo oportunidad de responder.

Un fulgor dorado estalló en el centro de la plaza.

Eldric descendió junto a Merss, quien apenas se sostenía en pie.

La Santa se detuvo en medio del desastre.

Se giró hacia Latem y extendió la mano.

—Dame la lanza.

Él la miró con desconfianza.

—¿Para qué la quieres?

Pero cuando la depositó en sus manos, Merss se desplomó bajo su peso.

Latem se alarmó y se apresuró a ayudarla, mientras Eldric, sin contener la risa, murmuró:

—No creí que fuera así de pesada.

Merss apenas pudo levantarla con ayuda de Latem.

—Eldric… ayúdame también.

Eldric resopló con fastidio.

—¿Y qué quieres que hagamos?

Merss le dedicó una sonrisa cansada.

—Enterrarla.

Latem sonrió al comprenderlo.

Eldric, por otro lado, rodó los ojos, resignado.

Los tres sujetaron la lanza con fuerza y, con un esfuerzo conjunto, la clavaron en el suelo.

El impacto sacudió la tierra.

Un rayo dorado cayó del cielo y la golpeó de lleno.

La energía que se liberó los envolvió por completo.

Eldric sintió cómo la corriente de poder lo atravesaba.

Latem apenas pudo sostenerse en pie.

Merss, sin soltar la lanza, susurró:

—No… no la suelten…

—Para ti es fácil decirlo —gruñó Eldric.

Pero los tres se aferraron con más fuerza.

Y entonces…

La luz dorada se expandió.

Se deslizó por el suelo, envolviendo la ciudad en su resplandor cálido.

Cada casa destruida se reconstruyó.

Cada cuerpo sin vida volvió a respirar.

Cada herida fue sanada.

Cuando la luz se desvaneció, la plaza había sido restaurada por completo.

Los soldados se miraban entre sí, atónitos.

La gente, que había perdido la esperanza, sollozaba de alivio.

Y en el centro de todo, la Santa aún sostenía la lanza.

Meilis cayó de rodillas.

El corazón le latía con fuerza en el pecho.

Dorion soltó una carcajada, llena de asombro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.