Fenix de Vered: Historias de Merss

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La brisa fresca acariciaba los cabellos de Merss mientras ella permanecía inmóvil en el centro de la plaza. La luz del milagro que antes la envolvía se desvanecía lentamente, dejando tras de sí un silencio cargado de tensión. Su ropa, como todo lo demás en la ciudad, había sido restaurada a la perfección, como si nunca hubiera conocido las cicatrices de la guerra. Con un gesto tranquilo y deliberado, se quitó la capa y la entregó a Eldric, inclinando levemente la cabeza en una reverencia suave.

Entonces, una voz infantil rompió el silencio, cargada de incredulidad:
—Si no lo veo, no lo creo.

Otra voz, esta vez suave y sedosa, resonó con admiración contenida:
—Es sorprendente… parece magia temporal.

Pero una tercera intervención, fría y calculadora, impuso un tono más sombrío:
—Es una amenaza para la existencia.

Finalmente, una cuarta voz, profunda y áspera, dictaminó sin vacilación:
—No podemos permitir que algo como ella exista.

Eldric se levantó de golpe, sus ojos brillando con una furia apenas contenida. En ese instante, cualquier rastro de cansancio desapareció, y su porte cambió por completo. Era el Rey de Tegica quien ahora enfrentaba a los recién llegados.
—¿A qué debemos esta reunión no oficial? —espetó con autoridad, su mirada escrutando a cada uno de ellos con intensidad.

Merss, aun con la cabeza inclinada, abrió los ojos lentamente. No necesitaba verlos para saber quiénes eran.
—Kaen… Serene… Raulus… Loter… —Pronunció sus nombres con claridad, su voz firme y serena, resonando en el aire como un eco inevitable.

El impacto fue inmediato. Los cuatro aludidos se tensaron al instante. Cada uno reconoció su verdadero nombre, un secreto que jamás había sido revelado fuera de los confines de sus reinos. Era imposible.

El Rey de Leton, Asterian, fue el primero en reaccionar. Con un movimiento rápido y feroz, desenvainó su espada y se lanzó hacia ella en un destello plateado.

Merss no se movió.
No intentó apartarse.
No buscó defenderse.

En lugar de eso, dio un paso adelante. Abrió los brazos. Y lo abrazó.

El filo de la espada atravesó su pecho, hundiéndose profundamente hasta alcanzar su corazón. Pero su rostro no mostró dolor. Solo compasión.

El tiempo pareció detenerse.

Los ojos de Asterian se abrieron con incredulidad, su respiración se volvió errática, pero su mano seguía aferrada a la empuñadura de la espada.

La voz de Merss fue apenas un susurro, cálido y sereno:
—Sé que tienes miedo, Loter…

Su agarre sobre él se hizo más fuerte, más cálido, casi como una caricia.
—Pero yo jamás usaré el poder que Vered me ha dado para engrandecer un país.

Asterian tembló, su cuerpo entero sacudido por una mezcla de emociones que no podía contener.

El mundo entero pareció contener el aliento.

¿Por qué? —gruñó Asterian, su voz cargada de incredulidad. Sus ojos ardían con una mezcla de rabia y confusión mientras observaba a Merss sin comprender su actitud.

Merss sonrió suavemente, sus ojos dorados irradiando una calidez que parecía fuera de lugar en medio de la tensión del momento.
—Porque no vine a pelear —respondió con serenidad, como si las palabras brotaran de un lugar profundo dentro de ella, inalterable por el caos a su alrededor.

Asterian apretó los dientes, luchando contra la desconcertante tranquilidad de la joven frente a él. Su mano tembló sobre la empuñadura de su espada mientras intentaba procesar lo que estaba viendo.
—Eres un peligro para el equilibrio del mundo —espetó finalmente, su tono cortante como el filo de su arma.

Pero Merss no se inmutó. Sus ojos permanecieron fijos en él, llenos de una certeza que desarmaba más que cualquier defensa física.
—¿Lo soy? —preguntó con dulzura, inclinando apenas la cabeza.

El rey Asterian sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. No era arrogancia lo que percibía en su voz, ni desafío. Era algo más profundo, más absoluto: una convicción que lo dejó momentáneamente descolocado.

Con un rugido de frustración, Asterian hundió su espada aún más en el pecho de Merss. El sonido de la carne desgarrándose resonó en el aire, seguido de un silencio sepulcral.

Merss cayó al suelo, tosiendo sangre. Con una mano presionaba la herida, tratando de contener el flujo carmesí que manaba de su cuerpo. Eldric, paralizado por el peso de su posición como rey, no se movió. Sabía que debía mantenerse imparcial, pero cada fibra de su ser clamaba por intervenir.

—Ya no importa si la Santa es real o no —murmuró Asterian, su voz cargada de amargura—. Un corazón destrozado no sana.

Latem dio un paso hacia adelante, impulsado por la urgencia de ayudarla, pero Merss alzó una mano débil, deteniéndolo. Su gesto fue firme, aunque su cuerpo temblaba.

Fue entonces cuando el rey Luthen, soberano de Elta y miembro de una antigua raza de seres altos con orejas puntiagudas conectadas a la magia y la energía natural del mundo, se arrodilló de golpe. Su postura reverente sorprendió a todos los presentes.

Los otros reyes intercambiaron miradas de asombro, incapaces de comprender la reacción del rey de Elta. Pero antes de que pudieran decir algo, una voz resonó en el aire, profunda e inconfundible:
—¿Por qué todos tratan a mi hija tan mal? Excepto el rey de Vilat... Él fue un soplo de aire fresco.

Los ojos de Merss brillaron con intensidad divina mientras la voz de Vered vibraba en el ambiente. Eldric, comprendiendo quién hablaba, murmuró casi para sí mismo:
—Deberías cuidarla mejor…

Merss se puso de pie lentamente, y ante la mirada atónita de todos, la herida en su pecho comenzó a cerrarse con una luz cegadora. La sangre que había caído al suelo se desvaneció, transformándose en motas doradas que flotaron suavemente hasta desaparecer.

—Señor Vered… Nos honra tremendamente con su presencia —dijo el rey Luthen, aún arrodillado, su voz llena de reverencia.




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