Todos avanzaron hacia el palacio, guiados por Dorion y Eldric. Merss caminaba con dificultad, su cuerpo aún resentido por la lanza y la espada que la habían atravesado minutos atrás. Cada paso le recordaba el peso de aquellas heridas, aunque físicamente estuviera cerrada.
Luthen, quien había estado observándola con atención, se inclinó levemente hacia ella para hablarle.
—Santa… ¿aún sientes mucho dolor?
Merss, todavía fascinada por la etérea belleza del elfo, parpadeó antes de responder con su natural inocencia.
—Un poco. Una lanza atravesó mi vientre hace unos minutos… aún siento el impacto dentro de mí. Es una sensación extraña.
Sonrió con ligereza, como si estuviera hablando del clima y no de una herida mortal.
Luthen la estudió en silencio, su expresión serena pero profundamente analítica. Luego, con la misma delicadeza con la que se toca un pétalo, deslizó dos dedos sobre el centro del vientre de Merss.
Un resplandor verde, suave y cálido, brotó de su mano, envolviéndola con una energía reconfortante.
—Tu cuerpo ha sanado, pero el dolor permanece en la memoria de tu carne. No deberías estar caminando.
Merss sintió un cosquilleo agradable recorrer su abdomen. Sus músculos, tensos por el dolor fantasma, comenzaron a relajarse.
—Oh… esto se siente… bien.
Eldric desvió la mirada, sin emitir comentario. Latem, en cambio, arqueó una ceja con interés.
—No sabía que los reyes de Elta también se especializaban en sanación.
Luthen sostuvo su mirada con calma.
—Solo aquellos que realmente la necesitan reciben este don de mi pueblo.
Merss inclinó la cabeza en señal de gratitud.
—Gracias, su alteza Luthen.
El elfo esbozó una pequeña sonrisa y asintió.
—De nada, Santa.
Con eso, la marcha continuó.
Sin embargo, no todos podían seguir adelante con la misma facilidad.
Asterian e Ilvana se detuvieron al ver la escena que los esperaba en la entrada del palacio.
La reina Elena tenía a Merss envuelta en un abrazo, con una ternura desbordante, como si estuviera sosteniendo a su propia hija. Su expresión irradiaba un amor puro, sincero, lleno de devoción y alivio.
Pero para los dos monarcas mayores, esa imagen era inquietante.
Esa mujer había pasado ocho años postrada en una cama, su mente perdida en la niebla de una enfermedad incurable. Otro milagro más ante sus ojos.
Y luego estaba ella…
La Santa.
No había orgullo en su rostro. No había satisfacción.
No era una figura divina que aceptaba adoración ni una monarca que esperaba respeto.
Era una muchacha asustada.
Sus manos temblaban mientras intentaba calmar a la reina Elena con torpeza. Su sonrisa era titubeante, confusa. Sus ojos brillaban con desesperación.
Ilvana cruzó los brazos con severidad.
—No parece alguien que busque poder.
Asterian chasqueó la lengua, su mirada oscura y calculadora.
—O es una gran actriz… o una niña rota.
Luthen bajó la mirada, con una tristeza difícil de ocultar.
Kael, en cambio, sonrió con ligera diversión, observando la situación con el aire despreocupado de quien disfruta del caos desde la distancia.
—No importa cuál sea la verdad. La realidad es que tiene a la mitad de los reyes de su lado.
Fue entonces cuando Latem dio un paso adelante.
Su postura era fuerte, decidida, inquebrantable.
—No me importa lo que ustedes piensen. La Santa no es una herramienta ni un arma.
Su voz resonó en el aire como el filo de una espada desenvainada.
Sus ojos azules se afilaron al encontrarse con los de los monarcas mayores.
—El reino de Vilat la protegerá. Si debemos ir contra los seis reinos, lo haremos.
El silencio que cayó fue denso como una tormenta a punto de estallar.
Ilvana y Asterian intercambiaron una mirada fugaz. Evaluaban sus opciones.
Merss, incapaz de comprender el peso de lo que estaba ocurriendo, solo pudo apretar con más fuerza las manos de la reina Elena.
En su interior, solo deseaba que todos dejáran de mirarla como si fuera algo que debían decidir si destruir o proteger.
95
Los monarcas se reunieron en el gran salón del palacio de Vilat, rodeados por tapices dorados y candelabros resplandecientes. La tensión era palpable. El milagro de la Santa y la sanación de todo un reino no podían ignorarse, pero lo que realmente inquietaba a los presentes era el inesperado juramento de Meilis.
La reina de Rubia se mantenía firme, con su postura regia y la mirada en alto, pero su mano descansaba con suavidad en el hombro de Merss, quien estaba sentada a su lado con el rostro sereno.
Eldric fue el primero en romper el silencio.
—Supongo que no podemos evadir más el tema. —Su voz tenía un filo de autoridad indiscutible—. Meilis, ¿qué significa tu juramento exactamente?
La reina de Rubia miró a cada uno de los monarcas antes de hablar.
—Significa lo que escucharon. —Su voz resonó con firmeza—. Rubia ha jurado lealtad a la Santa. Ella me salvara, salvara a mi gente… y yo no pago las deudas con palabras vacías.
Asterian entrecerró los ojos, su expresión inescrutable.
—¿Y eso en qué posición deja a Rubia respecto a los Siete Reinos?
Ilvana apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos.
—Un reino con una devoción inquebrantable a la Santa… y otro que ya ha demostrado que la protegerá sin importar el costo. —Sus ojos afilados recorrieron a Dorion y Latem—. Vilat y Rubia, juntos bajo la misma causa.
—Eso no significa una alianza política —intervino Dorion, con su voz grave y calma.
—No todavía —puntualizó Kael, con su típica sonrisa juguetona, pero sus ojos revelaban un análisis calculado.
Latem frunció el ceño.
—Si queríamos formar una alianza militar, no necesitaríamos a la Santa como excusa.
Asterian golpeó la mesa con los nudillos.
—Pero ahora la tienen. Y los demás reinos no van a ignorarlo.