Fenix de Vered: Historias de Merss

97

Luthen se levantó con la gracia tranquila de su pueblo y caminó hasta donde Merss aún temblaba de rodillas. Se inclinó ligeramente, acercándose a su oído, y susurró unas palabras en un idioma antiguo y melódico.

Merss apenas tuvo tiempo de pestañear antes de que sus párpados cayeran con pesadez. Su cuerpo se relajó y se desplomó suavemente hacia adelante, pero Latem la sostuvo antes de que tocara el suelo.

—¿Qué demonios hiciste? —gruñó Eldric, con la mirada afilada.

Luthen se irguió, sin mostrar signos de preocupación.
—Solo la hice dormir. Es mejor que no sea consciente de lo que está por suceder.

Asterian cruzó los brazos con desconfianza.
—No creo una sola palabra de lo que dicen. ¿Cómo puede la Iglesia tratar así a su mayor arma?

Eldric soltó una risa sin humor, mirándolo con burla.
—Porque Merss, dentro de la Iglesia, no sirve a Vered. Sirve al Papa.

Los reyes guardaron silencio ante esas palabras.

Luthen deslizó los dedos por el aire sobre Merss, como si trazara líneas invisibles.
—Si tienen dudas… puedo ofrecerles la verdad.

Kael se inclinó hacia adelante con interés.
—¿Vas a usar tu don de transmisión de recuerdos?

Luthen asintió.
—Si me lo permiten.

Todos los ojos se dirigieron a Eldric, esperando su respuesta.

El rey de Tegica resopló, pero al final asintió con gravedad.
—Está bien… yo también quiero verlo.

Luthen posó su mano sobre la frente de Merss con sumo cuidado.

Una pequeña esfera dorada emergió de ella, pulsando con un brillo tenue y tembloroso, como si la misma memoria dudara en ser revelada.

El elfo la tomó con ambas manos y, con un movimiento fluido, extendió finos hilos dorados que flotaron en el aire, buscando su destino.

Uno a uno, los hilos se conectaron al pecho de cada monarca presente, a la reina Elena y al príncipe Latem.

Luthen cerró los ojos y recitó unas palabras en su idioma natal.

Y entonces… el horror se desplegó ante ellos.

No como un relato contado. No como un simple recuerdo.

Sino como si cada uno de ellos estuviera allí, viviendo la pesadilla de la Santa en la sagrada institución que el mundo llamaba Iglesia.

Primer recuerdo

Frío.

El mármol del suelo era helado contra su piel desnuda.

Merss se abrazaba a sí misma, temblando.

—Levántate.

La voz de Marcel resonó en la gran sala.

Merss no se movió.

El primer golpe cayó sobre su espalda.

—Las santas no deben desobedecer.

Otro golpe.

—Las santas no deben cuestionar.

Otro golpe.

—Las santas no deben llorar.

Merss apretó los labios.

No debía llorar.

No debía fallar.

Pero solo tenía trece años.

Y el dolor era insoportable.

Segundo recuerdo

Cuatro años después.

Merss, de diecisiete, estaba de pie frente a un gran espejo de cuerpo entero.

Su reflejo la observaba con ojos vacíos.

Detrás de ella, varios sacerdotes ajustaban su vestido blanco.

—Eres el orgullo de la Iglesia.

Uno de ellos acarició su cabello con afecto.

—Pero debes sonreír.

Merss obedeció.

—Más dulce.

Forzó una más cálida.

—Perfecto.

El sacerdote se levantó y le tendió una copa con vino.

—Bebe.

Merss tomó la copa, obediente.

El líquido amargo bajó por su garganta.

Y entonces…

Oscuridad.

Tercer recuerdo

Voces en la penumbra.

Unos dedos delgados deslizándose por su cabello.

—Vered la bendijo con belleza —una voz masculina retumbó en la oscuridad—. Será un regalo valioso.

La respiración de Merss era irregular.

No podía moverse.

No podía gritar.

—Paciencia —otra voz más suave, casi divertida—. Aún no es tiempo.

Risas ahogadas.

Y luego…

Nada.

Cuarto recuerdo

Un pasillo silencioso.

El leve sonido de pasos apresurados.

—Merss.

Una voz baja, suave.

La joven levantó la mirada.

Tasael, un joven aprendiz de cardenal estaba arrodillado frente a ella con un pedazo de pan envuelto en tela.

Merss parpadeó.

—Come —susurró él.

—No debo… —murmuró ella, recordando las reglas.

—No debes decirle a nadie —sonrió Tasael, colocando el pan en sus manos.

Merss lo miró fijamente.

Con miedo.

Pero con hambre.

Entonces, desde la otra esquina del pasillo, otra figura se acercó.

Latael, el cardenal de más alto rango después del Papa, se agachó junto a ellos.

Merss se tensó.

Él la había llevado allí.

Él la había entregado a la Iglesia.

Tasael bajó la cabeza, esperando un castigo.

Pero Latael solo suspiró.

—No te descubran.

Tasael parpadeó sorprendido.

Merss también.

Latael se levantó y se alejó, sin decir nada más.

Merss los siguió con la mirada hasta que desaparecieron.

Y luego…

Comió en silencio.

Los reyes fueron arrancados de la visión de golpe.

El impacto de regresar a la realidad los dejó aturdidos.

Latem respiraba pesadamente, con los puños tan apretados que sus nudillos estaban blancos.

La reina Elena tenía lágrimas en los ojos.

Kael, no sabia que expresión poner.

Ilvana estaba rígida, su expresión de piedra, pero sus ojos reflejaban algo que no había estado allí antes: incertidumbre.

Asterian se llevó una mano al pecho.

Su mirada estaba nublada, perdida en los recuerdos que no eran suyos.

Dorion cerró los ojos, inhalando hondo.

Luthen… simplemente bajó la cabeza, como si estuviera de luto.

Eldric fue el primero en hablar, su voz ronca por la rabia contenida.

—Ahora lo entienden.

Silencio.

Asterian apartó la mirada, su mandíbula apretada con fuerza.

Ilvana soltó un suspiro.

—Dioses…

Kael parpadeó varias veces y luego resopló.




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