El puerto del Reino Lamente estaba más concurrido de lo normal. Barcos mercantes iban y venían, descargando mercancías de distintas partes del continente. El sol se reflejaba en las aguas, pero a pesar de la apariencia de normalidad, todos los involucrados sabían que ese día marcaría un antes y un después.
Latael y Tasael, vestidos con sus túnicas de la Iglesia, avanzaban con paso firme. Sus expresiones eran neutrales, pero sus mentes estaban afiladas. Cargaban documentos oficiales con el sello del Papa, dándoles permiso de recolectar el supuesto tributo.
A su lado, el príncipe Ludian caminaba con la espalda recta, su armadura reluciente atrayendo miradas. Su excusa para estar allí era simple: asegurarse de que cada moneda llegara a su destino sin corrupción.
—El Papa está más que complacido con esta transacción —susurró Tasael a Latael mientras subían la pasarela de un barco de la Iglesia.
—Sí, y por eso debemos hacerlo bien. Si cometemos un error, todo se arruinará —respondió Latael en voz baja.
Mientras tanto, Naxta estaba en las sombras. Oculto bajo una capa oscura, observaba el puerto desde un tejado cercano, con sus ojos demoníacos brillando tenuemente.
"Vamos, dense prisa". Pensó con impaciencia, esperando el momento de actuar.
Una vez en el barco, Latael revisó la documentación. Había cofres llenos de oro, joyas y reliquias robadas de pueblos "herejes" bajo el pretexto de "ofrendas a la Iglesia".
—Vered me está mirando con desprecio ahora mismo —murmuró Ludian, observando la riqueza acumulada.
—Eso si crees que a Vered le importan estas cosas —respondió Latael con un deje de ironía.
Pero eso no era lo importante. Lo importante estaba en la bodega del barco.
Bajaron por una escalera de madera y, entre los cofres de oro, encontraron algo inesperado. Jaulas.
Dentro de ellas, había personas.
Mujeres jóvenes, niños, incluso hombres debilitados por el hambre. No eran prisioneros de guerra ni criminales. Eran esclavos.
Ludian apretó los puños.
—Malditos bastardos…
Tasael palideció.
"Esto no estaba en el informe…
Latael cerró los ojos un momento, controlando su respiración. No podían reaccionar con furia ahora. Debían seguir con el plan.
—Sigamos con el protocolo. Terminemos la inspección y avisemos a Naxta. Él sabrá qué hacer con esta información.
Subieron nuevamente a la cubierta del barco y dieron la señal.
Naxta, aún observando desde las alturas, vio el movimiento acordado de manos de Latael.
"Hora de actuar."
Desapareció en las sombras.
Mientras Latael y los demás mantenían la distracción, Naxta llegó hasta la orilla del puerto. Sacó la gran perla que Vered les había dado. Su superficie brillaba con una extraña energía.
"Para salvar la tierra, primero debes salvar el mar."
Las palabras de Vered resonaron en su mente.
Naxta no entendía bien lo que haría esa cosa, pero si Vered se lo pidió, tenía que hacerlo.
La lanzó al agua.
En el instante en que la perla tocó el océano, una onda de energía dorada se extendió en el agua, iluminando todo el puerto.
Los marineros gritaron alarmados. Las aguas comenzaron a agitarse violentamente.
Desde las profundidades, algo estaba despertando.
Naxta sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando un rugido profundo resonó en el océano.
Los dragones marinos estaban llegando.
El agua comenzó a burbujear y de repente enormes cuerpos serpentinos emergieron de las olas.
Los soldados del Reino Lamente gritaban y retrocedían con miedo.
Los comerciantes trataban de huir.
El barco de la Iglesia comenzó a balancearse violentamente.
Los dragones marinos rugieron con fuerza, sus ojos dorados reflejando la luz del sol. Eran criaturas magníficas y aterradoras.
Latael, Tasael y Ludian apenas podían creer lo que veían.
"Esto es más grande de lo que esperábamos."
Desde lo alto de uno de los dragones, una figura emergió.
Azurit.
El príncipe del Reino Profundo miró la escena con una sonrisa.
—Bueno, bueno… parece que llegué justo a tiempo.
El caos en el puerto era absoluto. Los rugidos de los dragones marinos resonaban como truenos, el agua se agitaba violentamente y los barcos crujían bajo su furia.
Azurit flotaba sobre la superficie del mar, observando con una sonrisa afilada mientras los humanos corrían en pánico. Su mirada se clavó en Latael y Tasael, y luego en Ludian.
—Vered me permitió conocer a su Santa… y ver con mis propios ojos la inmundicia de su asquerosa institución.
Su voz era fría y su desprecio evidente.
Los ojos de Latael se entrecerraron. ¿Vered le había mostrado a Merss?
Azurit notó la tensión en sus rostros y, con un susurro apenas audible, les dijo:
—Los esperaré en la playa, lejos de la multitud.
Sin dar más explicaciones, se sumergió en el agua en un solo movimiento, dejando tras de sí un resplandor plateado.
Los dragones marinos rugieron con fuerza, elevándose sobre las olas y destruyendo cada barco que encontraban a su paso. Las embarcaciones de la Iglesia fueron las primeras en caer, reducidas a astillas con un solo golpe de sus colas.
Latael, Tasael y Ludian miraban la escena con el corazón en un puño. No podían intervenir.
Los esclavos aún estaban en la bodega de aquel barco en ruinas.
Pero no podían quedarse allí. El príncipe del Reino Profundo los esperaba.
Se miraron entre sí, con rostros tensos y decisión en los ojos.
Y entonces, sin más opción, corrieron hacia la playa indicada por Azurit, con la incertidumbre de qué encontrarían allí… y con el temor de que ya fuera demasiado tarde para aquellos que habían quedado atrás. Corrieron por los estrechos caminos de piedra que llevaban a la parte más apartada de la costa. A sus espaldas, el caos consumía el puerto de Lamente: barcos en llamas, soldados corriendo y gritos de pánico.