El ambiente en Vilat se había vuelto más tenso después de la reunión con los reyes. Merss lo notaba, pero no entendía el motivo.
Eldric y Latem parecían estar más presentes a su alrededor.
Si caminaba por los pasillos, uno de los dos terminaba escoltándola.
Si comía, ambos se aseguraban de que tuviera lo mejor en su plato.
Si tenía frío, dos capas diferentes terminaban sobre sus hombros al mismo tiempo.
Merss solo sonreía con dulzura, sin notar la mirada desafiante que se lanzaban entre ellos cada vez que el otro se adelantaba.
Una tarde, Merss estaba en los jardines, disfrutando del sol mientras tejía con hilos dorados. No era magia, solo un pasatiempo que había aprendido observando a las monjas en la iglesia.
—¿Qué haces?
Eldric se inclinó sobre ella, observando el tejido con curiosidad.
—Tejo, —respondió Merss con su usual suavidad—. Me relaja.
Eldric arqueó una ceja.
—Nunca te vi hacerlo antes.
—En la iglesia no tenía materiales, pero aquí hay muchos hilos hermosos, —explicó Merss, tocando la delicada tela con admiración—. No sé si lo estoy haciendo bien, pero…
—Se ve hermoso, —interrumpió Eldric, con un tono más suave de lo normal.
Merss le regaló una sonrisa cálida.
—Gracias, rey Eldric.
—"Solo Eldric."
—¿Eh?
—Solo dime Eldric.
Merss parpadeó, sorprendida, pero antes de que pudiera responder…
—¿Qué hacen?
Latem apareció detrás de ellos con una gran sonrisa, inclinándose hacia Merss desde el otro lado.
—Merss, ¿estás tejiendo?
—Sí, —respondió ella, mostrando su labor con orgullo.
Latem tomó un hilo y lo observó.
—Esto es increíble. ¿Podrías enseñarme?
Eldric frunció el ceño.
—No tienes paciencia para algo así.
Latem sonrió con falsa inocencia.
—¿Quién sabe? Tal vez Merss tenga más fe en mí que tú.
Merss asintió emocionada.
—Claro, puedo enseñarte.
—¡Perfecto!
Latem se sentó demasiado cerca de ella, inclinándose para ver mejor.
Eldric apretó la mandíbula.
—Tampoco es tan complicado, —bufó, sentándose aún más cerca del otro lado—. Merss, enséñame a mí también.
Merss parpadeó, sintiéndose genuinamente feliz de que ambos quisieran aprender.
—¡Por supuesto! Estoy segura de que los dos pueden hacerlo.
Ella empezó a explicar con paciencia, completamente ajena a la manera en que Eldric y Latem se lanzaban miradas de desafío sobre su cabeza.
—No, Latem, así no, —corrigió Merss con dulzura—. Mira cómo lo hace Eldric.
Latem chasqueó la lengua y se inclinó más para ver.
Eldric esbozó una media sonrisa victoriosa.
Pero luego…
—Eldric, estás haciendo un nudo muy apretado, —señaló Merss, tomando sus manos con cuidado—. Déjame ayudarte.
Eldric se tensó cuando Merss envolvió sus dedos con los suyos para mostrarle el movimiento correcto.
Latem cruzó los brazos y sonrió con burla.
Ahora él tenía la ventaja.
Merss no se dio cuenta de nada.
Para ella, los dos eran importantes. Los trataba con la misma ternura de siempre, sin notar que cada gesto, cada sonrisa, cada mirada de agradecimiento solo avivaba la silenciosa competencia entre los dos hombres.
Y así, sin saberlo, la Santa había iniciado una guerra silenciosa entre un rey y un príncipe.
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Merss se estiró como un gatito cansado y soltó un pequeño bostezo que desarmó por completo la tensión entre Eldric y Latem.
—Creo que ya… ya iré a dormir —dijo con suavidad mientras recogía el tejido que estaba en su regazo.
—No necesito que me acompañen. De verdad. Puedo sola.
Eldric y Latem abrieron la boca al mismo tiempo para protestar… pero al ver que el otro también iba a insistir, ambos se quedaron en silencio, mirándola como dos perros guardianes resignados.
—Buenas noches, Merss —murmuró Eldric.
—Duerme bien —añadió Latem.
Ella les regaló una sonrisa dulce y se fue caminando, dejando atrás a los dos hombres que, segundos después, volvieron a pelear en silencio con los hilos del tejido.
Mientras avanzaba por los pasillos iluminados por lámparas cálidas, Merss sentía cómo el cansancio se le deslizaba por los hombros como una manta pesada.
Hasta que lo vio.
El rey Kael, pequeño, elegante y mortalmente astuto, estaba recostado contra una columna con las manos detrás de la espalda, observándola como si ya supiera que iba a aparecer ahí.
Merss se tensó.
Siempre le costaba saber cómo hablarle.
Era un niño… pero también era un rey.
Y su mirada, aunque curiosa, siempre escondía algo afilado.
Ella respiró hondo, preparando un saludo formal…
Pero el mundo se inclinó.
Su visión se volvió borrosa por un instante, y su mano tembló al buscar la pared para sostenerse.
—¿Santa? —Kael frunció el ceño, pero no se acercó. Observaba. Analizaba.
Merss sintió una corriente fría subir por su columna.
El suelo desapareció bajo sus pies.
El aire dejó de ser aire.
Y entonces lo vio.
El mar.
Oscuro, profundo.
Llamándola.
No con una amenaza.
Sino con urgencia.
Una voz sin voz, un tirón en su pecho: debes ir… otra vez.
Merss se llevó una mano al corazón, respirando entrecortado.
—El… mar… —susurró.
Kael abrió los ojos con un brillo que no podía ocultar.
Había esperado ese momento. Ese poder. Esa apertura.
La Santa, vulnerable frente a él, usando su don más codiciado.
Kael observó con atención cómo Merss se aferraba a la pared, su respiración entrecortada y sus ojos transformándose en aquel plateado brillante que tanto le intrigaba.
—Vaya, vaya… —murmuró con diversión, cruzándose de brazos—. Así que este es el famoso poder de la Santa.
Merss respiró hondo, tratando de calmarse. No podía ignorar esa visión. Tenía que ir al mar.