Fenix del alba: Historias de Merss

I

Bajo la luz tenue del salón real, Drafier se alzaba como una figura que parecía tejida entre las sombras y la luz. Su cabello negro caía en suaves ondas hasta sus hombros, moviéndose con cada paso como si las mismas sombras lo acompañaran. Sus ojos, de un rojo carmesí intenso, parecían brillar con un resplandor sobrenatural, observando con una mezcla de fascinación y peligro. Era imposible sostenerle la mirada sin sentir que su esencia perforaba hasta el alma.

Su piel era tan pálida que parecía esculpida en mármol, suave e inmaculada, como si los años no hubieran dejado huella en él. Los rasgos de su rostro, afilados y perfectos, hablaban de una belleza que no era de este mundo: pómulos altos, mandíbula fuerte, y unos labios que ocultaban colmillos listos para la caza. Su sonrisa era un arma en sí misma, un filo que cortaba entre el encanto y la amenaza.

Se movía con la elegancia de un depredador, su cuerpo alto y esbelto exudando fuerza contenida, como si cada paso calculado pudiera desatar un torrente de poder. Vestía un atuendo oscuro y majestuoso: una túnica de seda negra con bordados en rojo profundo y plata, y una capa que caía como un río de sombras detrás de él. Cada detalle de su ropa hablaba de realeza, pero también de guerra.

Alrededor de él, el aire parecía cambiar, volviéndose denso y cargado de su presencia. No era solo un rey; era un ser que dominaba por completo el espacio que ocupaba. Su voz, cuando habló, resonó como un eco profundo, suave pero implacable, cada palabra impregnada de la fuerza de alguien acostumbrado a ser obedecido.

Había en Drafier una paradoja constante: una atracción casi hipnótica que hacía imposible apartar la vista de él, y un miedo instintivo que advertía sobre el peligro que acechaba detrás de su perfección. Era, en todo su ser, el encarnado equilibrio entre la belleza y la oscuridad.

Merss estaba de rodillas frente al trono de Drafier, el rey de los Sombrios. La sala estaba iluminada por una tenue luz rojiza que parecía pulsar al ritmo de los latidos de su corazón. Drafier la observaba con la intensidad de un depredador que había encontrado a su presa perfecta, mientras ella mantenía la cabeza gacha, como si su voluntad fuera una hoja seca arrastrada por el viento de su autoridad.

—Merss, levanta la vista —ordenó él, su voz profunda y cargada de magnetismo.

Los ojos de ella, llenos de una mezcla de desafío y sumisión inculcada, se alzaron hasta encontrarse con los de Drafier. Sus pupilas parecían dos pozos oscuros, insondables, y aun así, algo en ellos la hipnotizaba, encadenándola con cadenas más fuertes que las forjadas por cualquier metal.

Drafier descendió del trono con la gracia de una sombra, rodeándola mientras hablaba en un susurro que parecía envolverla.

—Tu antiguo rey te moldeó como una marioneta obediente... pero ahora eres mía. ¿Lo sientes? Ese vínculo que comienza a formarse entre nosotros.

Merss respiró profundamente, pero su pecho subía y bajaba de manera temblorosa. Su entrenamiento le había enseñado a obedecer sin cuestionar, pero Drafier no era como su antiguo rey. Había algo en él que la hacía dudar de cada fibra de su ser.

Él se detuvo a su lado, inclinándose lo suficiente para que su aliento cálido rozara el borde de su cuello. Con una delicadeza inesperada, apartó un mechón de cabello que descansaba sobre su piel.

—Eres una guerrera formidable, Merss. Pero incluso los más fuertes necesitan aprender a ceder.

Ella no supo si fue la suavidad de su toque o el peso de sus palabras, pero un escalofrío recorrió su espalda. Entonces sintió la presión de sus labios cerca de su oído, apenas un roce, pero suficiente para que el calor en su interior se intensificara.

—Hay algo en ti que no he probado antes —continuó él, su voz cargada de deseo—. Algo que no puedo ignorar.

Los colmillos de Drafier apenas rozaron la delicada piel de su cuello, y Merss jadeó, su cuerpo reaccionando instintivamente a la sensación. Era una mezcla de miedo y excitación, un fuego que se encendía en lo más profundo de ella.

—¿Qué haces? —logró susurrar, aunque su tono carecía de la firmeza de una verdadera protesta.

—Te estoy conociendo, guerrera —respondió él, trazando un camino lento con sus labios hasta detenerse justo donde podía sentir el pulso de su arteria—. Y tú también me conocerás.

En ese momento, Drafier mordió suavemente, apenas perforando la piel, lo suficiente para que una diminuta gota de sangre brotara. El sabor la hizo estremecerse, pero no de dolor, sino de un placer indescriptible que atravesó su cuerpo como un rayo. Ella no podía resistirse; no quería resistirse.

La sumisión que una vez le había inculcado su antiguo rey ahora se transformaba en algo completamente distinto bajo el toque y las palabras de Drafier. No era obediencia por obligación, sino por deseo.

Drafier se apartó ligeramente tras el primer contacto, dejando que la sensación de vacío se extendiera en el cuerpo de Merss. Su lengua acarició el pequeño rastro de sangre que había quedado en su piel, y ella sintió como si el mundo entero se redujera a aquel punto donde él había bebido de ella.

—Tienes un sabor único, Merss —murmuró, sus ojos brillando con un fulgor carmesí que parecía encender algo primitivo en ella—. Tu sangre... está teñida de lucha, de lealtad... y de deseo.

Las palabras de Drafier atravesaron sus defensas como una flecha bien lanzada. Merss sabía que debía resistirse, que no podía permitirse sucumbir tan fácilmente, pero su cuerpo la traicionaba. El calor en su interior crecía, extendiéndose como un incendio imposible de contener.

Drafier extendió una mano y deslizó sus dedos con lentitud por el borde de su mandíbula, inclinándola hacia arriba para que lo mirara directamente. Había algo en sus ojos, una mezcla de poder y sensualidad que la hacía sentir pequeña pero también ansiada, como si fuera el centro de su universo en ese momento.




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