Días después, Fernar avista una isla envuelta en bruma anaranjada, un santuario olvidado por el sol. Las rocas negras en la costa dibujan figuras fantasmales, y los pinos duros cantan con el viento del norte. Se ha alejado de la gente, de la seguridad, hasta un lugar que parece al borde del mundo conocido.
En la arena encuentra restos antiguos: un colgante con runas, una vieja lanza clavada en la roca. Los toma como ofrenda, recordando a su padre, caído en una expedición al oeste. Las lágrimas de la pérdida mezclan sal y salinidad, y al fervor de su pecho llega un runómetro sabio:
"En el filo del mundo, solo el coraje encenderá la luz."
Fernar traza con el dedo las inscripciones gastadas, sintiendo el peso del linaje y la responsabilidad. El crepúsculo lo sorprende en lo alto de un acantilado, donde entona su más hondo canto:
"Al confín del horizonte no habita la muerte, / sino el conocimiento oculto en la furia del mar."
Siente, entonces, que la naturaleza misma le susurra una promesa: en algún lugar profundo, espera la clave para comprender las bestias que recorren las aguas.