A Draco le gustaba la lluvia. Le gustaba como a veces era fría y otras cálida. Amaba su olor, amaba el olor que dejaba sobre todo lo que tocaba. La tierra mojada, los pergaminos mojados, la madera mojada y el maldito de Harry Potter mojado.
A Draco no solo le gustaba la lluvia en sí, le gustaba ver a Potter bajo la lluvia. Cómo este se volvía un salvaje y corría bajo ella antes de saltar sobre su escoba y entrenar en soledad, como se convertía en un niño y saltaba salpicando a todos a su paso, como caminaba distendido, sin apuro dejando que las gotas gruesas o finas se colaran bajo sus ropas.
Draco disfrutaba lleno de odio el espectáculo. Lo miraba cada día de lluvia especulando qué tipo de día sería ¿Se podría como un crío corriendo tras del pobretón para mojarlo y conseguir que Granger les grite? ¿Amanecería frustrado y con ganas de quemar en un duro y despiadado entrenamiento su genio? ¿Sería la nostalgia la que ganaría la partida y solo vagaría por los invernaderos?
Draco sabía bien cuán idiota e inútil era perder el tiempo de aquella indigna forma, pero no podía evitarlo y ciertamente luego de la guerra no había muchos de su clase por allí que le sirvieran de distracción. Draco mismo no hubiera ido si no fuera porque su madre le impidió completamente no ir. Bueno, él intentó explicarle porque era sumamente indispensable que ella le escuchara y entendiera que no podía reincorporarse a clase ese año, pero ella no quiso oírlo, así que, bueno, casi podía decir que era un problema de ella.
Ya no se culpaba por esa atracción, en verdad hizo un poco de drama los primeros meses, intentó por medios poco recomendables sacarlo de su cabeza, pero todo terminó por quedar en la nada cuando lo vio montar una escoba. Si bien, ya que. El cabrón era sexy, el cabrón olía endemoniadamente bien cuando estaba empapado por la lluvia y Draco no tenía problemas en admitir que algo agradable le gustaba. Era un hombre de gustos exquisitos y únicos. Sin dudas en el mundo no habrían dos Harry Potter, así que Draco decidió que estaba bien ser prácticos y parar de llorar como muggle. Mejor aceptar aquello y continuar.
Era inevitable, en un día normal el maldito se veía bien, pero bajo la lluvia... Draco se estremeció ligeramente y se rodó a sí mismo los ojos. Molestaba, no diría él que no. Fastidiaba un poco pero es que su cabello se aplastaba hacia atrás, sus ojos parecían brillar de una forma completamente extraña y su rostro se veía lleno de vida y bastante atractivo al verse obligado a deshacerse de las molestas gafas. Era difícil no sentirse altamente atraído por el malnacido cuando su quijada se veía tan marcada y masculina con esa pequeña barba que, contra el mejor de los pronósticos, la permisiva de McGonagall le permitía lucir.
Bueno sí maldita mierda, lo reconocía también se veía atractivo con la ropa pegada al cuerpo. La lluvia hacía que la capa fastidiosamente suelta se arrugará, se pegará a sus anchos hombros y marcarán perfectamente su entallada cintura.
Draco siempre, siempre, se soñaba lleno de aborrecimiento a sí mismo que sujetaba su pequeña cintura y lo estampaba contra una de las paredes del Castillo para poder apretar su maldita y fuera de lugar erección contra su culo respingón que los pantalones mojados no hacen sino resaltar.
Oh, cuando odiaba ese maldito fetiche, esa cojonuda debilidad. Por Merlín si pudiera evitarlo, si tan solo fuera fuerte no estaría metido en esas, pero no lo era y siempre que llovía, Draco huía hacía los jardines y se tendía bajo el árbol que tomó central de mando.
En el amplio hueco del tronco guardaba una manta encantada que no se mojaba y dos frascos viejos. Había encantado el árbol, hizo que la parte superior se volvía más frondosa, tanto como para impedir al agua mojarlo y mientras se acomodaba disponía un frasco frente a él y otro lo amarraba a una pequeña rama que colgaba cerca de su rostro, haciendo las veces de lámpara. Las llamas azules y rojas rápidamente hacían que entrara en calor y ojalá aquello fuera todo.
Draco tenía su ritual planeado con un arte maligno. Desde aquel lugar podía ver la puerta de la cabaña del gigante, lugar por dónde un Potter con ánimo infantil pasaría entre risas y estúpidos juegos. Si giraba ligeramente sobre su hombro, podría ver el camino a los invernaderos, lugar donde el Potter melancólico amaba ir a sufrir como el mártir que era. Si se sentaba mirando directamente al árbol, podía ver con claridad el campo de Quidditch donde el animal estaría quemando energía como un demente haciendo que esos desgraciados pantalones suyos se le marcaran más y lo hicieran pensar mil usos para las mazmorras de su mansión.
Oh sí. Maldito débil. Eso era: un maldito débil. Indigno, pero al final de cuentas estaba harto de fingir que no. Se acomodó mejor en su refugio y sacó de entre sus túnicas el libro que había cargado consigo. Cruzó las piernas, lo abrió y se relajó a la espera, fingiendo que le interesaba algo lo que estaba por leer.
No faltaba tanto para que saliera a perder el tiempo. Tenía tan cronometrado al maldito mestizo que en menos de diez minutos apareció. Potter tenía una especie de reloj interno y Draco lo que los muggle llaman "tendón de Aquiles" o algo así.
Con cuidado, sintiendo que su abdomen se tensa, se retuerce expectante, Draco se acomoda mejor y se fuerza a calmarse y no enloquecer. Pasa la página casi aburrido, finge leer mientras en verdad solo se limitaba a vigilarlo.
Potter fue en dirección a los invernaderos y Draco gimió internamente. Le encantaban esos. Mucha más satisfacción, mucha más gratificación inmediata. Eran esos días dónde Potter se queda quieto, entregado a su mente, en ellos alzaba la vista y permitía que la lluvia golpeara directamente su rostro. Draco siempre se imaginaba que haría lo mismo bajo la ducha, que haría lo mismo cada puñetera mañana cuando se metiera en el baño y se desnudara…