Coloco todos mis “atributos de bruja” que he traído conmigo en el asiento del copiloto, me siento al volante y arranco.
De nuevo suena el teléfono. Salgo del patio y me veo obligada a detenerme para contestar. Es Polina otra vez.
— Orysia, he comprado pocos calabazas. Pásate por una tienda y cómprame una docena más, pero que sean de distintos tamaños y formas —me pide.
— Está bien, pasaré —acepto y vuelvo a poner el coche en marcha.
Conduzco rápido; quiero llegar a tiempo a la fiesta. Llegar temprano ya no será posible, pero al menos no quiero ser la última. Y todavía tengo que comprar las dichosas calabazas.
Intento ir por calles secundarias para evitar el tráfico. Me acerco a un semáforo justo cuando se pone en rojo. Reduzco un poco la velocidad y, como no hay peatones en el paso de cebra, sigo adelante.
Pero apenas unos segundos después, escucho una sirena detrás de mí.
Miro por el retrovisor y me quedo helada: un coche patrulla.
¡Oh, no! ¡Justo ahora! Ya no llegaré nunca.
El cuerpo entero se me llena de nervios. Me aparto al arcén y enciendo las luces de emergencia.
Espero, con el corazón acelerado, a que los agentes se acerquen.
Bajo la ventanilla cuando uno de ellos se detiene junto a mi coche. El hombre, uniformado, se presenta y me recita el artículo que acabo de infringir.
— Lo siento muchísimo, de verdad, pero tengo mucha prisa —empiezo a suplicar, tartamudeando, porque los nervios me borran cualquier pensamiento sensato—. No volverá a pasar.
A los agentes parece no importarles. Se acerca otro hombre más; ahora son dos, y me piden la documentación. Les entrego los papeles, temblando, y entonces aparece un tercer agente.
El primero me devuelve el carné y pregunta con voz grave:
— ¿A dónde iba con tanta prisa, señorita Orysia Borysivna?
Parpadeo nerviosa y decido decir la verdad.
— A una fiesta de Halloween.
— Pues debería haber ido en escoba —bromea el segundo agente—. Así se habría librado del tráfico y de crear una situación peligrosa en la carretera.
— Por favor, déjenme ir. Se los prometo, no volveré a hacerlo —insisto, sin saber ya cómo salir de aquello.
— Lo siento, señorita —replica el primero con firmeza—. Acompáñenos. Tenemos que levantar un acta.
Me invade el pánico. Es mi primera infracción en nueve años y no quiero manchar mi historial. Pero parece que esperar un milagro será en vano.
¿Y qué dirá papá cuando se entere?