Voy escoltada como en una película de acción. Nunca me había pasado algo así en mi vida. Que me acompañen de esta manera… Honestamente, me da miedo. El coche de policía va adelante, Serguéi detrás, y yo voy en medio de ellos. Supongo que la escolta es para que no intente escapar.
Nos detenemos frente a una tienda de souvenirs. Tomo el teléfono y bajo del coche, donde ya me espera Serguéi. Con un gesto protector, me toma del brazo y me conduce hacia la tienda.
—Vamos, mi querida traviesa, vamos a elegir tus calabazas… —dice con voz confiada.
Lo miro un poco desconcertada. Solo puedo envidiar su seguridad. Serguéi actúa como si nos conociéramos desde siempre.
—Perdón, no “una calabaza”, —corrijo—, calabazas. Necesito muchas. ¿Me ayudarás a cargarlas?
De repente, se detiene y me mira fijamente a los ojos.
—Claro que sí, mi loca belleza. Y deja de hablarme de usted.
Parpadeo, confundida. Me siento completamente desorientada; algo así nunca me había pasado.
—Está bien, pero Serguéi, apurémonos. Mi amiga me espera y la fiesta está a punto de comenzar.
—Vamos —resopla el apuesto hombre.
Me guía dentro de la tienda, y yo camino a su lado, sintiéndome cohibida. Ni siquiera logro distinguir el color de sus ojos, porque la luz del atardecer es tenue y difusa.
En segundos, estamos dentro de la tienda.
Mi corazón late rápido junto a este hombre tan seguro de sí mismo.
Elegimos juntas calabazas de todos los tamaños y formas; pronto tenemos un carrito lleno. Serguéi me pregunta sobre la fiesta: cómo será y si es obligatorio tener disfraz.
Le aseguro que sí, y le propongo que elija uno.
—Entonces, Serguéi, mientras estamos aquí, puedes elegir un disfraz. Vi que todavía quedan algunos en el último estante.
—Gracias, Orysia, pero no quiero parecer un espantapájaros —responde con ironía—. Mejor sin disfraz. No quiero recibir una calabaza de ti.
Solo suspiro. La presencia de este hombre y su audacia me tensan seriamente.
—Serguéi, al menos ponte la capa negra. Por si acaso —le sugiero.
—¡Está bien! —acepta a regañadientes y se dirige al último estante.
Quedándome sola, llamo a Polina para avisarle que no vendré sola. La respuesta de mi amiga me deja pasmada:
—¡Lo sé! No te apures. No pasa nada si las calabazas llegan un poco más tarde.
—Pero, Polina… —empiezo a protestar, y ella me interrumpe—.
—Listo, los espero a las dos.
Tomo el teléfono con desconcierto y miro la pantalla mientras se apaga lentamente.