Fiesta para brujas

Episodio 9

Guío a Serguéi hacia mi habitación favorita de la casa de Polina. Es una de las salas de descanso. Me encanta este lugar por sus tonos oscuros, que se combinan de forma tan armoniosa. Y adoro ese rincón de cuero negro y suave donde he pasado tantas noches de Halloween. Para mí, es un sitio acogedor y tranquilo.

Entramos en la habitación. Enciendo la luz blanca del techo y me estremezco al encontrarme de inmediato en los fuertes brazos de mi atractivo acompañante. Con un brillo intenso en los ojos, él me mira fijamente y susurra con voz ronca:

—Orisia, tu amiga tiene razón. Hoy casi no logro alcanzarte. Pero tuve suerte de que mis hombres te detuvieran, porque, de otro modo, podríamos no habernos vuelto a encontrar.

—¿Cómo? —parpadeo confundida, sin comprender del todo sus palabras.

—¿Recuerdas la noche de Navidad? —pregunta mientras me sostiene con ternura—. Ibas como una loca y casi me arrollas en el cruce de salida de la ciudad.

Me tenso al instante. Sí, recuerdo esa noche. Y probablemente nunca podré olvidarla. Iba hablando por teléfono, sin prestar atención a la carretera nevada y resbaladiza. Tenía prisa. Corría hacia Polina y no me detuve donde debía ceder el paso. Pasé volando el cruce y, por los espejos laterales, vi un todoterreno que casi choca contra mí. Frené, porque aquel coche enorme patinaba de un lado a otro. Me pareció que en cualquier momento iba a volcar. Cerré los ojos durante unos segundos. Cuando los abrí tímidamente, vi que el coche estaba atravesado en la carretera. Me tranquilicé al ver que no había volcado. Me quedé sentada en el coche, dudando qué hacer: ir hacia el conductor o huir.

Cuando un hombre corpulento salió del coche y se dirigió a mí, pisé el acelerador y me fui. Todavía recuerdo cómo temblé durante toda esa noche. Nunca me atreví a contar nada ni a mis amigas ni a mi padre.

Bajo la mirada y me confieso en voz baja:

—Lo recuerdo —me siento terriblemente mal, avergonzada frente a este hombre—. No quise hacerlo. Esperé a que el coche dejara de girar sobre la carretera. Y cuando vi que salías del vehículo, me asusté, pensé que ibas a matarme, por eso huí —callo un instante y luego levanto la vista tímidamente—. ¿Eras tú?

—Era yo, Orisia —responde con voz quebrada—. Lástima que huyeras…

Me incomoda su mirada tan directa. Me muerdo los labios, llena de remordimientos, y él rompe el silencio:

—Te identifiqué al día siguiente, viendo las cámaras del cruce. Luego averigüé todo sobre ti. Incluso fui dos veces a tu casa, pero no estabas. Tu padre me dijo que habías ido a la montaña con tus amigas —suspira y añade—. Después me absorbió el trabajo. Tuve que irme a una misión larga y solo regresé hace dos semanas. —Toma aire y sigue, emocionado—. Al volver, empecé a seguirte en la vida real, porque durante todo mi viaje solo te seguía en redes sociales…

—¿Quieres vengarte de mí? —aprovecho su pausa. Algo me da miedo. Siento que me buscó para castigarme.

Su sonrisa me desconcierta.

—Orisia, me enamoré de ti ya cuando buscaba información sobre ti. También te seguía, pero nunca lograba atraparte, siempre escapabas. Y hoy, por fin, te alcancé. Y no para castigarte, sino para mirar tus preciosos ojos y perderme en ellos.

Trago saliva, aturdida por semejante confesión. Parece un cuento, o un sueño hermoso, pero no realidad. No puedo creer que mi vida sea tan fantástica.

—Serguéi… —susurro con voz temblorosa y, humedeciendo mis labios, confieso—. A menudo soñaba con aquel accidente… Siempre me despertaba empapada en sudor frío, porque en mis sueños tú me amenazabas con estrangularme y quitarme el carné de conducir… —suspiro y añado con sinceridad—. Aunque nunca vi tu rostro en esos sueños, solo escuchaba tu voz.

Serguéi sonríe, y yo lo miro sintiendo mi corazón latir a un ritmo desbocado.

—Sabes, mi pequeña brujita, quizá aquella vez, cuando detuve el coche y salí, sí quería hacer eso. Pero después mis deseos cambiaron. Perdí la cabeza por tu belleza —sus brazos se vuelven más suaves y su voz adopta un tono especial—. Hoy, al verte en la carretera, no pude creer mi suerte, y menos aún desaprovecharla.

Se inclina y me besa en los labios con una intensidad estremecedora. Yo enloquezco, por lo que oigo y por lo que está sucediendo.




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