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La zorra y La madrina.
Yo vivía al sur de la ciudad. Mi barrio estaba rodeado por edificios de departamentos de cinco pisos de apariencia vieja y descuidada, como si hubieran sobrevivido a una guerra. En el centro de la zona se encontraban hileras de casas de un piso pegadas una de la otra. Había un parque con pocos árboles y juegos infantiles oxidados, así como basura y mal olor por todos lados.
Mi madre era una mujer joven que tuvo cuatro hijos de diferente padre. Vestía de manera impecable, mantenía sus uñas y cabello prolijos. Era guapa, tenía la piel blanca y perfecta, un liso cabello negro azabache que llegaba a su cintura y cuerpo armonioso. Lo que llamaba más la atención eran sus hermosos ojos verdes rodeados de tupidas pestañas. El color rojo acentuaba su belleza, por eso era su favorito. Parecía absurdo que alguien como ella viviera en una casa tan miserable, sucia y desordenada. Daba la impresión de ser una princesa en un muladar. Dedicaba el tiempo libre a cuidar de su apariencia, quizá por eso nunca realizaba labores domésticas. Trabajaba en una oficina de correos y tenía por costumbre salir a beber algunos días a la semana. Con frecuencia pasaba la noche fuera pero yo lo prefería a que trajera a casa a sus múltiples novios. Crecí anhelando su amor y cuidados. Eran los vecinos quienes me regalaban ropa y comida.
No me gusta referirme a ella como madre, porque nunca lo fue. Cuando mi hermana estaba molesta, la llamaba zorra; supuse que era algo malo pues se ganaba algunos golpes. Por imitación empecé a decirle así en secreto.
A los ocho años, me dio en adopción en una iglesia. El sacerdote y su hermana vivían solos y le ofrecieron darme una buena vida.
—Hoy es un gran día —me dijo cuando desperté—. Báñate y ponte un vestido, te llevaré a conocer a unas personas muy buenas.
Mi corazón se llenó de gozo pues pocas veces me hablaba bien. Caminé como corderito detrás de ella y cuando abordamos el autobús, me senté a su lado. Cada tanto volteaba a ver su hermosa cara y ella correspondía a mis sonrisas. Al llegar, tomó mi mano y entramos a una casa que estaba en la parte trasera de la parroquia.
—Solveigh, saluda al padre y a tu madrina —me pidió con voz dulce.
—Buenos días —exclamé con timidez.
El sacerdote saludó con un movimiento de cabeza y me observó con fastidio.
— ¿Esta niña hizo ya la primera comunión? —preguntó.
—No está bautizada —respondió la zorra con mansedumbre.
—Hazte cargo —dijo a su hermana—, está a tiempo de recibir los dones del espíritu santo y no ser condenada por sus pecados. —Se acomodó los lentes y salió de la sala.
Adela, mi supuesta madrina, me estrechó con fuerza.
— ¡Qué bonita eres Solveigh! Verás que nos llevaremos muy bien. Gracias Carola, te aseguro que dejas a la niña en buenas manos. La vamos a inscribir en un colegio privado, tomará clases de inglés y ballet, aprenderá a nadar, conocerá Disneylandia...
Aunque era pequeña, empecé a entender lo que sucedía e interrumpí angustiada.
— ¿Me vas a dejar aquí? No lo hagas por favor —pedí a la zorra llorando.
—Compórtate Solveigh, es por tu bien —dijo ella impaciente.
Mi llanto se fue haciendo más fuerte y el padre regresó. Caminó hacia mí amenazador y puso el dedo en sus labios indicando que guardara silencio. Me callé por arte de magia. La madrina entregó un sobre a la zorra y se despidieron de beso. La vi partir tragándome las lágrimas, con una sensación de abandono y soledad que hería como cuchillo afilado.
La madrina abrió una caja de galletas de chocolate, se llevó una a la boca y me dio otra.
—Tu madre no dejó ropa para ti, no importa, ven conmigo.
Atravesamos un patio lleno de árboles y entramos a una especie de bodega donde había decenas de cajas. Como si fuera una muñeca, me midió infinidad de prendas y zapatos. Eligió moños y diademas a juego y, cuanto estuvo satisfecha, regresamos a la casa cargando dos bolsas llenas. Entramos a una habitación que tenía dos camas individuales y un ropero en donde acomodamos mi nuevo ajuar.
—Acompáñame al patio —pidió después de un rato.
La seguí y pegué un grito de terror cuando un enorme perro mastín de color negro se acercó a mí.
—No tengas miedo. Es amistoso. Se llama Duque y van a compartir el champú. —Al lado de la casa del perro había un bote de shampoo color verde que ella tomó y me entregó. El animal se echó a dormir.
Regresamos a la recámara y me dio unos libritos.
—Dice tu mamá que nunca has ido a la escuela. ¿Sabes leer y escribir? —asentí—. Bien. ¿Te han hablado de Dios? —negué—. No importa, aquí recibirás toda la doctrina de la iglesia católica. Debes aprender el catecismo, las oraciones y los cantos pues me apoyarás en las clases. Todos los días vas a barrer la iglesia, además asistirás al padre durante la misa. ¿Te comió la lengua el ratón? —negué y ella soltó una carcajada.
Cuando llegó la hora de dormir me acosté en la cama y lloré en silencio hasta que caí en un sueño intranquilo. Tuve pesadillas en donde me encontraba sola en un lugar oscuro y desperté gritando dos veces. La madrina dormía tan profundo que no se dio por enterada.