—Pasaron nueve meses Solveigh, no es normal que a estas alturas sigas diciendo que no te has adaptado.
Luca era un rubio científico italiano que rondaba los 30 años. Solía ser empático y paciente pero el hecho de que fuera a verlo cada tres o cuatro días parecía empezar a disgustarlo. Prefería hablar en siciliano, tenía un fuerte acento que luego supe era del sur de su país.
Una de las novedades que encontré al llegar al planeta siete fue esa, todos hablábamos en nuestra lengua nativa y podíamos entendernos. Resultó una gran ventaja ya que éramos una mezcla de nacionalidades, razas, colores y costumbres. Bueno, ventaja para algunos ya que a mí solo me importaba una cosa.
— ¿Tienes alguna queja? ¿Alguien te ha tratado mal? ¿Hay algún problema con la comida, el trabajo, los compañeros o la vivienda? —continuó Luca.
—Como he dicho muchas veces, esas cuestiones no son el problema. Lo que pido es ir al planeta de mi hermano o que él venga para acá. No nos permiten vernos ni comunicarnos. ¿De verdad esperan que olvidemos para siempre a nuestros seres queridos como si nunca hubieran existido?
—No eres la única en esa situación Solveigh, es igual para todos. Sabes que no puedo hacer algo al respecto, soy un enlace, estoy para ayudar a quien lo requiera pero no tomo las decisiones. Por favor sigue mi consejo, adáptate, sé feliz, disfruta, estás en el mejor planeta. Tu hermano está en un lugar parecido a este y te aseguro que es afortunado. Estás rodeada de personas cuyos familiares quedaron en el uno, dos o tres y tal vez ya estén muertos. Tienes a uno de ellos frente a ti. Es un nuevo comienzo, como volver a nacer...
— ¿Y todo eso es aberrante no crees? —insistí.
—Nadie piensa lo contrario pero es algo irrevocable. Han pasado meses y dime, ¿lograste algo con tu actitud? Vives a medias, ni siquiera has desempacado tus pertenencias, evitas a tus compañeros, trabajas sin ganas, lloras a diario en los telescopios de la terraza...
—Ayúdame a ser un enlace en el planeta cinco—interrumpí—. Tú tienes 30 años y estás con jóvenes y adolescentes, eso significa que es posible.
—Porque así fui asignado desde el inicio. Niña, para por favor y ve a trabajar...
—Haz llegar mi petición a tus superiores —volví a interrumpir.
—Solveigh, ellos lo saben, les has enviado decenas de correos; están al tanto de los proyectos que has ideado para aportar más al sistema. Tampoco pueden hacer algo, si así fuera rescatarían a los suyos. Ningún humano toma las decisiones, quizá así ha sido desde el inicio de los tiempos. ¿Acaso crees que los africanos que fueron arrancados de sus aldeas y convertidos en esclavos no sufrieron por la familia que nunca volvieron a ver? ¿Cuántos judíos quedaron solos después del holocausto? ¿Alguien les regresó lo que perdieron? ¿Verdad que no? Siguieron adelante, sobrevivieron. La historia de la humanidad está llena de dolor e injusticia.
—Nunca me voy a resignar. —Salí dando un portazo, frustrada y me dirigí a la terraza, mi refugio.
Me paré en una banca como si al alcanzar mayor altura pudiera ver algo de vida en el planeta cinco. Después de ocho minutos me acosté viendo al cielo y me quedé dormida.
—Lo siento, no quería despertarte. —Una figura alta me observaba con curiosidad mientras obstruía los deliciosos rayos de sol.
Me incorporé rápidamente con la idea de marcharme.
— ¿Eres Solveigh, verdad? —Dijo en coreano con un acento que había escuchado antes en las series y películas—. Me llamo Song Jae Wook. —Hizo una reverencia.
Ante mí tenía uno de los rostros más atractivos que había visto. La tersa piel blanca contrastaba con el negro brillante de su cabello; en la cara ovalada resaltaba un curioso lunar debajo del rasgado ojo izquierdo; tenía la nariz perfilada, labios gruesos y delineados. Su porte era de artista, alto y esbelto, quizá alcanzaba 1.87 m. Me resultó conocido, aunque de inmediato vino a mi mente la arraigada idea sobre los orientales: los chinos, japoneses y coreanos son muy parecidos físicamente, más bien iguales.
—Estamos en el mismo equipo de trabajo, además me siento a tres lugares de ti en el comedor. —Su voz era gruesa y modulada.
—Yo, lo siento, no recuerdo haberte visto —dije perturbada con la intención de irme. A mis recién cumplidos 19 años, el contacto con jóvenes del sexo opuesto había sido mínimo.
—Llegué hace poco, estaba en otro edificio. Mi padre es director aquí así que pidió mi traslado.
El cielo se me abrió cuando dijo esas palabras. Su padre era el director, quizá podría tener acceso a él con su ayuda. Sonreí y me hizo un ademán para que nos sentáramos.
—Hablas español, ¿de qué país eres? —preguntó.
—Soy de México.
—Oh, claro, era un país de América. He escuchado un poco sobre él. —Movió la cabeza hacia atrás recostándola en el respaldo de la banca. Permaneció en silencio unos minutos, luego metió la mano en su mochila y sacó un mamey; lo abrió en mitades y me ofreció una de ellas—. Desde que comí esta maravillosa fruta se convirtió en mi favorita. ¿La conoces?
—Sí, la comí algunas veces. —Lo único que deseaba era pedirle que me llevara con su padre pero no era algo que pudiera hacer a los pocos minutos de conocerlo por lo que decidí tener paciencia.