—¿Un microchip? —ratifico con los brazos cruzados debajo de mi pecho, enfatizando la mirada en aquel, casi, inexistente objeto sobre el escritorio blanco.
—Sí. ¿Qué esperabas que fuera? —La impaciente, molesta y cero tolerante voz, en cuanto a mí se refiere, de Luther que está frente a mí, llega hasta mis odios y hago lo mejor que he venido haciendo con él en medio de un gesto con mis labios que muestra lo cansada que estoy de aquella actitud: Lo ignoro. Nuevamente dejo pasar aquel tono, aquella mirada de desagrado que me recuerda lo "bien" que le caigo. Es lo mejor que puedo hacer. Pasar de él. No caer en sus absurdas y constantes provocaciones para no avivar la tensión que se siente en el ambiente cuando estamos juntos.
—Luther...—el consejo en la voz de Schmidt, en aquel tono suave pero teñido de determinación, le hizo saber al pelinegro de mirada abismal que lo mejor que puede hacer es guardar silencio. Se nota que Schmidt no está de humor para aguantar nada y menos a él. En cuanto a mí, Schmidt, que posee una voz que puede lograr dormir la furia más ardiente, me observa con severidad dejando de un lado el cansancio que se le nota hasta en las pestañas. Es una advertencia, clara y determinada. Muerdo sutilmente mi labio inferior y corro la vista hacia donde estaba antes.
Yo suelo ser su punto blanco, ese donde le gusta hincar su flecha sin importarle nada. Le da igual. Parece que perder no es una opción para él. Las miradas calladas de Schmidt ya no son suficientes, incluso cuando estas dejan entrever una línea que divide nuestros mundos, el Luther y el mío. Él está tentado su fragilidad, rozando aquello que yo aun no puedo ver de él, y que si sigue así, aquella aurora que rodea al equipo y que Schmidt se encarga de apaciguar cuando estamos juntos, explotará. Es una tensión que pende de un hilo, de uno frágil y desgastado por los años. Las verdades saldrán, y es algo que se nota que a más de uno aquí le preocupa que puede ocurrir a partir de ese momento.
No lo voy a negar, en ocasiones me he visto tentada a enfrentarlo y preguntarle directamente qué demonios fue lo que pasó entre él y yo en aquel pasado que sabe emerger de la nada cuando quiere. Pero no lo hago. No me atrevo hacerlo. No cuando su mirada me pausa y me deja ver que hay una delgada línea que no debo cruzar, que no debo ni siquiera intentar pisar, porque ese es el límite que me advierte que el fuego que veo en sus ojos no me alcanzara más de lo necesario. Si llego, tan siquiera intentar asomarme hacia esa rabia que él me tiene, se desbordaría unas llamas que promete dejarme herida y a él...muerto. Su mirada lo jura, esta tatuado en ella que me ve con frialdad, con profundidad, con algo me deja ver su dolor, amargura y tristeza: Todo provocado por aquello que me atreví hacer.
Por eso callo, me contengo y lo dejo pasar.
Siento que es lo mínimo que le debo a él, aunque desconozca todos los detalles, eso es lo mínimo.
Pero todo tiene un límite, y así como Luther tiene el suyo yo tengo el mío que casi se está agotando, Schmidt lo notó cuando dejó caer aquellos ojos claros severos sobre mí: He venido soportando el desgrasado de muchos aquí, por quien soy, por mi apellido, por mi sangre. No me he quejado. Pero Schmidt sabe, quizás por que es uno de los que llegó a conocerme en realidad, que puedo llegar a trazar la línea sin retorno de Luther. Y si eso sucede, no sería nada bueno. Lo mejor, por ahora, es seguir en medio de esta incomodidad disfrazada de paciencia a nuestro alrededor que está logrando sacar un carácter poco agradable, pero tolerable en Schmidt.
De reojo noto la mirada que vuelve a enfatizar Schmidt sobre Luther, y él, como el caprichoso que puede llegar a ser, eleva sus oscuras cejas en señal de un: ¿Qué? No dije nada malo. Él, al ver que Schmidt no se inmuta ni un poco y sigue con aquella expresión exigente que se dibuja en sus ojos, aprieta ambas manos a los costados de su cuerpo junto aquellos labios que se convierten en una delgada línea. Me da una última mirada con aquellos ojos que en ocasiones pueden ser como la miel, pero ahora, antes de marcharse, parecen tierra humectada por agua envenenada. Los hombros de Schmidt caen con pesadez mientras que un derrotado Penz niega con la cabeza ante la actitud y la incómoda vibra que dejó pululando Luther cuando se marchó sin decir nada.
Nerviosa, dejo caer casi todo el peso de mi cuerpo en mi pierna derecha, muerdo internamente mi labio inferior perdiendo la mirada en el aquel microchip que tiene la facilidad camuflarse por su tamaño y color en cualquier lugar. Con un suspiro que no solo me deja entrever lo agotado que se ha vuelto esta situación independientemente de lo que fuera de estas paredes sucedan en su vida, Schmidt llama mi atención. Sus manos están guardadas dentro de los costados de su chaqueta estilo militar, su mirada café está fija en mí y su pecho sube con un esfuerzo que parece costarle la vida a la hora de hablar.
—Baermann, siempre hay algo extra de lo que se ve a primera instancia. Todo, absolutamente todo, se debe tomar en cuenta a la hora de recolectar información. No porque algo parezca insignificante no quiere decir que no tenga importancia o relevancia —explica Schmidt —.Si las personas observaran detenidamente los minúsculos detalles y no los que se ven con inmediatez, se ahorrarían de tantas cosas, tanto problemas y discusiones sin sentido.
—Pero eso lo dices por ti —afirma Penz en un susurro que hizo que Schmidt gruña por lo bajo a mi lado.