—Hoy estás muy extraña Luz, ¿te sientes bien? —interroga Penz mirándome desde su asiento como cada jueves que nos reunimos en su consultorio para una charla que él se encarga de hacerla casual, amena y relajada; es el único momento donde no me siento agotada, con ganas de tirar la toalla y sobre todo, sé lo que va a pasar ya que es lo mismo una y otra vez, aunque esta ocasión se siente diferente por lo que pasa en mi cabeza.
Cuando él se sienta, acomoda sus gafas y toma el lapicero rojo para entrelazarlo entre sus dedos, sé, en ese momento, que ya estoy hablando con mi psicólogo y no con el relajado, sonriente y apasionado Penz que he tenido la fortuna de conocer después de que se quita su bata de doctor o sus gafas de pasta marrón cuando es mi psicólogo.
Sus palabras, como él lo trata de hacer ver, nos llevan al mismo tema de siempre: Mi mente sin aparente salida. Una que otra vez me he visto tentada a hablar de aquellos retazos que han pasado por ella, pero callo, sé lo que me dirá, y sobre todo, lo que me sugerirá. Cada vez que uno de ellos vienen, golpeando mi cabeza de aquella manera, pienso en ese frasco de pastillas como solución definitiva. Pero algo me hace desistir y seguir aguantado cada estocada que pareciera que quiere ser la última cuando me atraviesa la sien de aquella manera. Siempre, cuando intento abordar ese tema en unas de estas secciones, muerdo mis labios y en mi cabeza se reproduce aquel día que Penz ha hecho de cuenta que nunca existió por las consecuencias que se derivaron desde ese momento, y que a él lo mantuvieron en vilo, preocupado, incluso, me atrevería afirmar que está arrepentido de haberme hecho aquella propuesta donde, después de lo que sucedió, me sugirió aquel consejo que ha venido conmigo desde entonces.
Solo está reinando el silencio en la habitación donde estamos solo él y yo.
Aunque él no se atreva a decirlo, sé que estas secciones fueron diseñadas para reafirmar que el compromiso que jure y firme al aceptar ser parte de todo eso sigue intacto. Más que saber como estoy, lo que quieren en realidad es ver que es verdad todo lo que digo.
Levanto la mirada, solo hasta mis manos entrelazadas donde puedo ver los zapatos marrones que hoy lleva: Están limpios, impecable como su presencia. Relucientes, pulcros como aquella sonrisa que suele mostrar muchas veces. Muerdo mi mejilla dando tiempo para buscar una respuesta que él espera, pero lo que se me escapa es otro suspiro cuando vuelvo a perder la vista en la hormiga que ahora sube por la punta de mi zapatilla mientras me limito a encogerme de hombros respondiendo su pregunta.
No hablo.
No digo nada.
Me quedo sentada con la piernas un tanto abiertas dejando mi cabeza hundida entre mis manos que se entierran ahora en mi cabello.
No hablo.
No digo nada.
Sé que me habla pero mi no dejo de pensar en otra cosa que mi una sensación que tengo se ha encargado de avivar.
No digo nada.
No hablo.
—Si no quieres hablar o estar aquí lo mejor es que me lo digas así no pierdes tu tiempo Baermann.
No hablo.
No digo nada.
Me pongo sobre mis pies, lo miro y me despido cerrando la puerta.
Nuevamente mi cabeza está más allá que aquí. Lejos en ese maldito y recóndito lugar, donde cada vez que intento ir, para ver qué es lo que tanto hace, no puedo, no me deja, me aleja.
Desgraciada.
Mi mente es como una especie de laberinto: Retorcido, tortuoso rozando lo maquiavélico, lo inimaginable. Maldita. Infeliz. Si que sabe jugar. Lo hace, lo hace bien. No estoy abriendo una puerta perfectamente cuando tengo ya que escapar por la ventana y tener cuidado para cuando caiga, no me rompa hasta el alma. Si que sabe hacer lo suyo. Si no tengo esa precaución, pierdo y no gano la ventaja para saber donde es que ella va cuando se siente aturdida, temerosa, desconcertada de saber tanto y no logra entenderlo.
Paciencia.
A veces creo que ella va donde están mi recuerdos y los mira desde un cristal donde están todos ellos encerrados. Los vigila, viendo la forma de como ver un poco para así traerme algo a mí y hacerme sentir, también a ella, un poco mejor. Pero otras veces siento que ella lo logra, de verdad lo consigue y puede ver algo, ¡y no solo eso! Lo puede entender, comprender lo que pasa y prefiere ser egoísta o benevolente porque se queda con ese hallazgo. En otras ocasiones me da la impresión de que ella lo sabe todo, y me da de pequeñas dosis, de a poco para que yo vaya entendiendo el porqué. En cambio, como ahora, creo que no sabe nada, que se va porque es una miserable cobarde y prefiere dejarme sola con toda la carga, total, no es culpa de ella, es mía.
Respira.
Me detengo a mitad del pasillo, descansando la espalda contra la pared, cierro los ojos, y lo que antes era el reinado del silencio y la oscuridad, ahora es color y voces, nuestras voces. La conversación de esta mañana entre Schmidt y yo no fue nada de lo que yo esperaba cuando decidí, en la madrugada cuando no podía dormir, que lo confrontaría por las dudas que tenía. Cada vez entiendo menos, me desconcierto más y...¡Ah! Lo intento, juro que lo intento pero se está volviendo desesperante, agobiante por no decir asfixiante. Cada día es algo nuevo, que me descoloca y me hace sentir tan lejana y que es mentira a pesar de estar viéndolo, escuchándolo...viviéndolo.