BRANDY
Ariana va en el asiento de atrás, cantando a todo pulmón la canción navideña que suena en la radio.
No solo la canta: la actúa, como si estuviera en un escenario frente a una multitud invisible. Yo intento seguirle el paso, pero me pierdo en la letra a mitad de camino y ella me lanza una mirada.
—Tía, ¡esa parte te la sabes! —se queja, con el ceño fruncido, como si fuera una misión de vida.
—Hoy no estoy afinada —respondo.
Eso la hace reír, esa risa que siempre me hace sonreír,
Los árboles de la avenida están cubiertos de luces pequeñas, algunas cálidas y otras blancas, como si la ciudad no pudiera decidirse por un estilo. Me gusta mirarlas de lejos, como si todo esto fuera una postal y yo solo estuviera pasando por ahí.
Es diciembre, el último mes de este caótico año. Demasiadas cosas han sucedido y de nuevo, nada salió como lo esperaba.
La canción termina y sin darme cuenta, mis ojos se clavan en un anuncio enorme al costado de la carretera: una pareja sonriente, vestidos de boda, con una frase en letras doradas que dice “Haz que el siguiente año sea inolvidable.”
Mi estómago se contrae. William me había dicho algo parecido la última vez que hablamos.
“Brandy, no quiero que empiece el año sin saber si lo nuestro puede arreglarse.”
—Te quedaste callada —dice Ariana.
—Estaba pensando —respondo, aunque no le digo en qué.
Mi sobrina sabe muy poco de mi fallida relación y no voy a contarle a una niña lo mal que todo puede terminar cuando esa misma niña cree en los cuentos de hadas.
Ella sigue tarareando y yo suelto una risa suave, más para mí que para ella.
William.
Siempre aparece en los peores momentos, como esas notificaciones molestas que uno promete desactivar y nunca lo hace.
Tomo la última curva hacia el estacionamiento de la escuela donde están dando los talleres de vacaciones. Está llena de autos, padres bajando bolsas con galletas, niños con gorros de Santa, bufandas que se arrastran por el suelo. Me estaciono y dejo las manos en el volante un segundo de más.
Mi celular vibra. Lo tomo y por supuesto, es él.
Cenemos esta semana. Por favor.
Cierro los ojos y dejo el mensaje en visto. No hoy. No ahora.
— ¡Vamos! —Ariana abre la puerta antes de que yo pueda decir algo. Su energía es la de alguien que está a punto de entrar a un parque de diversiones.
—Cuidado con el charco —le advierto, pero ya va saltando de un lado a otro. Bajo del auto, ajusto mi bufanda y guardo el celular en el bolsillo trasero.
El aire está helado, tan limpio que parece cortar la respiración. Huele a pino, a pan recién horneado de alguna panadería cercana. Por un segundo, me permito la ilusión de que será un día tranquilo. Solo yo, Ariana y un salón lleno de niños manchando papel con acuarelas.
Lola, mi hermana, me pidió que viniera a dejarla. Ella está ocupada en el restaurante familiar y según Ariana, el primer día los padres o responsables de los niños, deben quedarse con ellos.
Así que aquí estoy.
Ariana corre hasta la entrada de la escuela y me espera en la puerta, saltando para no enfriarse.
— ¿Lista para convertirte en Picasso? —le pregunto cuando llego.
—No —responde muy seria—. Picasso pintaba cosas raras. Yo voy a pintar como Ariana.
Sonrío. Y por un momento, solo por ese instante, me siento mejor.
El pasillo de la escuela está decorado con guirnaldas de papel hechas por los alumnos. Hay dibujos de renos torcidos y muñecos de nieve con tres botones diferentes en el mismo cuerpo. Todo huele a pintura y a desinfectante. Ariana camina adelante de mí, saltando muy feliz.
— ¿Crees que pintemos algo de Navidad hoy? —me pregunta, sin voltearse.
—Supongo que sí. Estamos en diciembre, es obligatorio —respondo y saco el celular de nuevo. El mensaje de William sigue ahí, como si me retara a contestarle.
Cenemos esta semana.
Lo leo otra vez y siento un nudo en la garganta. William era… bueno. Siempre fue bueno conmigo. Era una relación ordinaria pero era mejor que muchas que he conocido, sin embargo, él lo arruinó.
Yo aún no sentía amor por él pero sabía que estábamos cerca de eso. Aun me cuesta trabajo abrir mi corazón, aún recuerdo lo doloroso que fue entregárselo a alguien la primer vez y todo lo que pasó. A pesar de eso, podía imaginarme con William en el futuro, pero él no conmigo.
Por eso es que odio que me haga dudar.
—Tía, ¿me escuchaste? —Ariana me jala de la mano, sacándome de mis pensamientos.
—Sí, sí —bajo el teléfono y me obligo a mirarla—. Yo creo que van a pintar un árbol enorme o un muñeco de nieve.
—Quiero pintar un reno —dice ella, muy convencida—. Con nariz brillante.
Nos detenemos frente al salón que dice “Arte” en letras de cartulina. Dentro, escucho risas y el sonido de sillas arrastrándose. Ariana brinca de un pie al otro, impaciente.
—Tranquila —le digo, riendo.
Mi mente vuelve a William, como si hubiera dejado la puerta abierta y sus palabras siguieran entrando. Él me escribió por primera vez a principios del mes pasado. Después otra vez el fin de semana pasado. Y ahora esto. Parte de mí sabe que está buscando el momento exacto en que ceda, como si fuera cuestión de tiempo.
Siento el impulso de contestarle con algo cortante, dejar las cosas claras de una vez. Pero el recuerdo de su voz, tan tranquila, tan segura, me detiene.
Tal vez debería ir a esa cena, al menos para cerrar el ciclo.
Tal vez.
—Tía, ¿puedo abrir la puerta? —pregunta Ariana, impaciente.
—Adelante —le digo y me apoyo en el marco mientras la observo empujar la puerta con ambas manos.
La puerta se abre, hay mesas largas, frascos con pinceles de colores, hojas blancas apiladas y un par de niños ya sentados. La luz es cálida, mucho más acogedora que el pasillo.
Ariana entra sin esperar que la siga, saludando con su voz clara: — ¡Hola profe! Soy Ariana, vengo para la clase de pintura.
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Editado: 02.11.2025