BRANDY
No puedo respirar.
El teléfono sigue temblando en mi mano como si la notificación fuera un grito que se repite una y otra vez dentro de mi cabeza: “Estoy de camino a casa de tus padres”.
William.
Me siento acorralada. El corazón me golpea tan fuerte que parece que cualquiera a mí alrededor podría escucharlo. Si llega a la casa, si toca la puerta… mamá y papá no saben nada. No saben la mitad. No quiero que lo vean ahí, parado como si todavía tuviera algún derecho sobre mí.
Camino rápido por la acera sin un rumbo claro, como si de pronto todas las calles del pueblo fueran demasiado estrechas y no hubiera espacio suficiente para esconderme.
Mis pensamientos se atropellan: ¿Voy a casa? ¿Me encierro? ¿Le escribo que no se acerque? Sé que si le respondo le doy poder. Sé también que no hacer nada es como esperar a que una tormenta reviente en el techo de mis padres.
Él sabe dónde viven porque me ayudó una vez a enviar un paquete a esta casa, ese mensaje con la dirección debe estar aún guardado en alguna parte de su bandeja de entrada.
Doblo una esquina y me detengo.
Necesito un plan. Pero no tengo ninguno.
Recuerdo a Tacker en la cafetería y por alguna razón, estoy yendo hacia allá.
El lugar está iluminado con un brillo cálido, luces pequeñas que caen en guirnaldas rojas y doradas alrededor de las ventanas. Desde fuera alcanzo a escuchar la música navideña de fondo, un villancico en versión acústica.
Empujo la puerta y un aroma a canela mezclada con café me recibe de golpe. El sonido de tazas chocando y murmullos se cuela en el aire. Está más lleno de lo que esperaba, gente con bufandas todavía colgadas en el cuello, un par de familias con niños jugando con el chocolate caliente.
Miro hacia la barra, buscando esa presencia familiar.
No está.
No está limpiando mesas, no está sirviendo café. Un vacío extraño me aprieta el estómago.
¿Qué rayos hago aquí?
Camino unos pasos entre las mesas, incómoda, sintiéndome fuera de lugar. Una pareja me observa de reojo, tal vez porque estoy parada sin pedir nada. Mi impulso me grita que me dé la vuelta y me vaya. No necesito esto.
No necesito que alguien me vea en este estado, mucho menos él.
Respiro hondo, doy media vuelta para ir a la puerta. Doy unos pasos cuando la campanilla sobre la entrada suena y él aparece.
Tacker.
Trae el cabello algo despeinado, un gorro oscuro en la mano y la chaqueta con manchas de nieve en los hombros. Se sacude como si viniera de prisa, sus ojos recorren el lugar apenas un segundo antes de encontrarse con los míos.
— ¿Brandy?
Yo bajo la mirada un instante, como si pudiera desaparecer si no lo miro. Pero ya es tarde. Estoy aquí, él me ha visto, y salirme corriendo sería aún más evidente.
—Perdón… —murmuro, aunque no sé ni por qué me disculpo—. Iba a irme.
Él frunce el ceño, se acerca un par de pasos. El murmullo de la cafetería parece bajar de volumen, aunque sé que no es real.
— ¿Qué pasa? —pregunta.
Trago saliva. Mis dedos aprietan el celular en el bolsillo de mi abrigo como si fuera un secreto peligroso que no puedo soltar. No puedo decirle. No a él, no ahora.
—Nada… —respondo demasiado rápido, demasiado falso. Y lo sé, porque él me mira con esa mezcla de sospecha y paciencia que me desespera.
Me cruzo de brazos, como si pudiera protegerme de su mirada. La incomodidad me arde en la piel, y aun así hay un nudo en la garganta que me dice que me quede, que no huya.
— ¿Segura? —su tono no es inquisitivo, pero me incomoda igual.
Respiro por la nariz, despacio, y me obligo a sostener su mirada apenas un segundo. No quiero que note el temblor en mis manos.
—Solo… necesitaba un lugar —digo al fin, y mi voz sale quebrada en la última palabra.
Él asiente despacio.
No sé en qué momento pasamos de mirarnos en silencio a que Tacker esté de pie frente a mí, inclinando apenas la cabeza, como si me invitara sin palabras a seguirlo.
— ¿Te quieres sentar conmigo? —pregunta al fin, señalando una mesa junto a la ventana.
Su tono es tranquilo, pero hay una insistencia suave detrás, como si no quisiera dejarme ir todavía.
Me quedo un segundo dudando, con la puerta a mi espalda todavía abierta como una salida fácil. Podría marcharme, decir que estoy apurada, que vine por error.
Pero el aire frío se cuela por la rendija y, sin darme tiempo a pensarlo demasiado, asiento y camino con él.
La mesa está decorada con un centro pequeño, una ramita de pino artificial y una vela roja que nunca encienden. La luz que entra por el vidrio tiñe todo de un tono ámbar, y por un instante me siento atrapada en un recuerdo que no sé si quiero tener.
Tacker se deja caer en la silla frente a mí y se quita la chaqueta, apoyándola en el respaldo. Todavía tiene nieve en el cabello, que se derrite poco a poco y esa simple imagen me golpea con una ternura que intento ignorar.
—No te preocupes, hoy no trabajo —dice, anticipándose a la pregunta que seguramente se me nota en la cara—. Solo vine a firmar unos documentos.
Asiento, aunque mi mente se aferra a la idea de que él trabaja aquí.
Antes de pensarlo demasiado, suelto la pregunta: — ¿Por qué trabajas en esta cafetería?
Él se encoge de hombros, como si la respuesta no tuviera demasiada importancia.
—Una amiga me la dejó encargada —dice, directo, mientras juega con la servilleta entre los dedos—. Está de viaje y necesitaba a alguien que pudiera hacerse cargo de los turnos y de la administración.
La palabra amiga me duele más de lo que esperaba. No debería, pero lo hace. Un cosquilleo incómodo se instala en mi pecho.
No sé qué tipo de amiga es, ni quiero preguntar, pero el eco de esa duda se queda dándome vueltas en la cabeza.
Lo miro. De verdad lo miro. Y la confusión se expande como una sombra detrás de mis costillas.
#3154 en Novela romántica
#992 en Chick lit
navidad romance amistad, romance juvenil dolor, segundas oportunidades drama
Editado: 15.12.2025