BRANDY
Cuando subimos las escaleras hacia su apartamento, me doy cuenta de que estoy temblando.
No sé si es por el aire helado que todavía se cuela en mi ropa o porque todo esto me sabe a huida.
Camino detrás de él como si mis pasos no fueran míos, como si estuviera entrando a un terreno desconocido y prohibido.
Tacker abre la puerta y me sostiene el marco, esperando a que pase primero. Ese gesto, tan simple, me sorprende. Es raro pensar en él siendo… atento.
Doy un par de pasos y me encuentro con un apartamento pequeño, pero comodo. Una sala estrecha con un sofá gris, una mesa de centro marcada por tazas de café, una cocina mínima al fondo. Todo ordenado a su manera.
—No es gran cosa —dice, encogiéndose de hombros—. Pero funciona.
—Es… acogedor —respondo, buscando la palabra adecuada.
Camina hacia la mesa y saca de la bolsa dos envases con comida. El aroma me golpea de inmediato, despertando un hambre que no había querido reconocer. Acomoda todo con calma, incluso quita un par de cosas para hacer espacio, como si le importara que yo me sintiera cómoda.
Después toma una manta doblada de una silla y la deja en el sofá, justo a mi lado.
—Por si todavía tienes frío —dice, sin mirarme demasiado.
Lo observo unos segundos, sin saber qué hacer con esa dulzura inesperada. Nunca pensé que alguien como Tacker pudiera ser tan… considerado.
Me siento en el sofá, un poco rígida, y él se sienta después, cuidando de dejar un espacio prudente entre nosotros.
Aun así, la distancia se siente corta.
Él rompe el silencio primero: — ¿Quieres café ahora o prefieres comer antes?
—El café está bien —respondo, aunque mi voz suena más baja de lo que esperaba.
Me pasa uno de los vasos grandes, con la tapa todavía cerrada. Al tomarlo, nuestros dedos se rozan apenas y retiro la mano enseguida, como si el contacto hubiera sido un error.
—Gracias —murmuro, mirando hacia abajo.
Tomo un sorbo.
—¿Mejor? —pregunta él.
Asiento, sin atreverme a sostenerle la mirada mucho rato.
El silencio vuelve, pero no es incómodo en el sentido habitual. Es más como un vacío lleno de cosas que ninguno de los dos sabe decir. Me recuesto un poco en el sofá y noto que él tamborilea los dedos contra su vaso, distraído.
—No pensé que… —comienzo, pero me detengo.
—¿Qué?
Sacudo la cabeza. —Nada.
—Dilo —insiste con suavidad.
Lo miro de reojo, dudando. —No pensé que fueras así.
—¿Así cómo?
Me encojo de hombros. —No sé. Atento. Dulce.
Se ríe apenas, un sonido bajo. —Supongo que tengo mis momentos.
La forma en que lo dice me arranca una sonrisa involuntaria. Y en ese instante, recuerdo algo, un eco de cuando éramos adolescentes. La manera en que solía hacerme reír en los pasillos, incluso cuando no debía. La facilidad con la que lograba que me olvidara, por segundos, de todo lo demás.
Él me mira y parece notarlo. —Te acordaste de algo.
—Quizá —digo, mordiéndome el labio.
—¿Bueno o malo?
—Bueno.
Su sonrisa se ensancha un poco, como si eso fuera suficiente recompensa.
Me doy cuenta de que estoy jugando con la tapa del vaso, nerviosa, y trato de detenerme. Él también parece inquieto, acomodándose en el sofá, estirando una pierna, cambiando de posición. Como si ninguno supiera muy bien qué hacer con el propio cuerpo.
—Brandy —dice de pronto, y mi nombre en su voz me hace levantar la vista—. Gracias por venir conmigo.
—No tenía muchas opciones —respondo.
Él me mira fijo, y en sus ojos hay algo distinto. No sé si es ternura, nostalgia o una mezcla extraña de ambas. Me sostengo en esa mirada unos segundos más de lo que debería y siento que me falta el aire.
Aparto la vista primero, volviendo al café.
El silencio se instala entre nosotros. Solo se escucha el zumbido tenue del refrigerador y, muy de fondo, una canción navideña que se filtra desde algún departamento vecino.
Afuera, alguien ríe y unas llaves suenan en el pasillo, pero aquí adentro todo se siente suspendido, como si estuviéramos encapsulados en otro tiempo.
Yo abrazo el vaso de café con las dos manos, aunque ya no esté tan caliente. No sé qué decirle, no sé cómo llenar el espacio entre nosotros sin que suene forzado.
Tal vez él piensa lo mismo, porque tampoco habla.
Lo miro de reojo y noto que también evita mi mirada, entretenido con abrir uno de los envases de comida, como si de pronto necesitara concentrarse en algo tan simple.
Entonces vibra mi teléfono.
Siento cómo se me acelera el corazón y la respiración se me traba en la garganta. No me atrevo a mirarlo. No quiero confirmar que es él. Que ya llegó.
Que está aquí, buscándome.
Dejo el teléfono boca abajo sobre la mesa, como si así pudiera detener la amenaza que carga dentro. Mis manos tiemblan.
Intento disimular, pero no soy buena en eso.
—¿Todo bien? —pregunta Tacker, observándome con atención.
—Sí —respondo demasiado rápido, demasiado alto.
Él frunce el ceño, como si no me creyera. —No pareces bien.
Trago saliva. No puedo ocultarlo. No a él. Suspira, como esperando que yo diga algo más, y el silencio me asfixia.
—Es solo… —mi voz se quiebra un poco y me obligo a recomponerla—. Es complicado.
Tacker se reclina en el sofá, cruzando los brazos. Su postura parece despreocupada, pero sus ojos dicen lo contrario. Espera.
—Hace un tiempo estuve con alguien —confieso al fin, mirando el suelo. Mis palabras se arrastran, torpes—. Una relación de casi ocho meses.
Él no dice nada, pero percibo un leve cambio en su respiración, como si mi confesión lo hubiera sorprendido.
—Y… —dudo, jugando con la tapa de mi vaso—. Hace un mes… lo encontré. A él y a su mejor amiga. Estaban… besándose.
La palabra me pesa en la lengua, como si volviera a presenciarlo todo otra vez. El calor del café ya no me alcanza, siento frío por dentro.
#3154 en Novela romántica
#992 en Chick lit
navidad romance amistad, romance juvenil dolor, segundas oportunidades drama
Editado: 15.12.2025