TACKER
No pensé que mamá llegaría temprano.
Eso fue lo primero que cruzó por mi cabeza cuando escuché el rechinar de las llantas en la entrada y después la puerta de la casa abrirse de golpe. El sonido de las llaves cayendo sobre la mesa del recibidor todavía me resuena en la memoria.
Fue como un trueno en medio del silencio cómodo que teníamos Brandy y yo.
Ella estaba sentada en el sillón, con las piernas cruzadas, la manta vieja de cuadros sobre sus rodillas y un vaso de soda en las manos. Yo, a su lado, medio recostado contra el respaldo, fingía que estaba más concentrado en la serie que en otra cosa.
En realidad, cada tanto desviaba la vista para mirarla. Cómo se inclinaba hacia adelante cuando la trama se ponía intensa, cómo sonreía sin darse cuenta cuando había un diálogo gracioso. Era… hipnótico.
El ruido de la puerta interrumpió todo. Yo parpadeé, me incorporé de golpe. Brandy me miró, con la expresión confundida de alguien que no entiende por qué su amigo se tensó tan rápido.
— ¿Qué pasa? —susurró, aunque la tele todavía seguía sonando.
—Mamá… —murmuré yo, sintiendo cómo se me apretaba la garganta. —No debía estar aquí todavía.
Brandy arqueó una ceja, como si eso no le pareciera gran cosa. Para mí sí lo era. Siempre lo había sido.
Los tacones de mi madre resonaron por el pasillo, un sonido firme, acelerado. Yo conocía ese ritmo, significaba que estaba de mal humor.
El corazón me golpeaba en el pecho. Me pasé la mano por la nuca, nervioso, intentando pensar qué hacer. Brandy me miraba fijamente, y yo podía notar que entendía algo, aunque no del todo.
— ¿Quieres que me vaya? —preguntó en voz baja, como si la respuesta fuera obvia.
Tragué saliva. No quería que se fuera, pero tampoco quería que la viera. Que viera esto.
A mí.
—No —dije demasiado rápido, demasiado seco. Después lo suavicé: —No, espera. Solo… quédate callada.
Ella asintió, aunque pude notar en sus ojos que no estaba convencida.
La puerta del salón se abrió, y mamá apareció con ese gesto suyo que era mitad cansancio, mitad disgusto permanente. Sus ojos recorrieron la sala, se posaron en la manta de Brandy, en el vaso de soda sobre la mesa, en la bolsa de palomitas.
Luego en mí.
—Así que aquí estás —dijo, y no sonaba como un saludo.
Yo intenté mantenerme erguido, neutral. —Hola, mamá. Llegaste temprano.
—El tráfico estaba despejado —respondió, dejando caer el bolso sobre el sillón libre. Sus ojos volvieron a Brandy, evaluándola, como si fuera un intruso en su espacio. — ¿Y tú eres…?
Brandy se acomodó nerviosa, pero aun así sonrió, como siempre hacía. —Brandy. Soy su amiga.
Ese “su amiga” me retumbó en los oídos. Mamá la observó, como si buscara una fisura en su voz o en su postura. Yo apreté los puños contra mis piernas, tenso.
—Ajá —dijo ella al fin, y nada más.
Silencio.
El sonido de la tele parecía fuera de lugar, así que tomé el control remoto y la apagué.
Brandy me miró de reojo, como preguntándome si todo estaba bien. No estaba. Nunca lo estaba cuando mamá llegaba así, sin previo aviso. Yo intentaba pensar en algo que decir, algo que cambiara el ambiente, pero nada me salía.
Mamá se sentó al borde del sillón, suspiró y me lanzó esa mirada de siempre, esa que decía qué desperdicio. Yo desvié la vista hacia el suelo. Sentí el nudo en la garganta crecer.
Brandy se aclaró la voz, tratando de llenar el vacío. —Estábamos viendo una serie —explicó, como si necesitara justificar su presencia.
—Ya veo —respondió mamá, sin interés. Después me miró otra vez. —Espero que al menos hayas hecho tus tareas.
La vergüenza me recorrió, quemando como fuego en el estómago. Sentí que Brandy iba a intervenir, que iba a decir algo amable. Yo no quería que lo hiciera. No quería que la defendiera de una situación que nunca iba a mejorar.
Así que hablé, con voz baja pero firme: —Sí, mamá.
Ella se levantó, tomó su bolso y se fue hacia la cocina. El sonido de los tacones se alejó, dejándonos otra vez en silencio.
Me dejé caer contra el respaldo, cerré los ojos. Sentí la mirada de Brandy en mí, preocupada, paciente, como siempre. Y yo solo podía pensar en lo mismo de siempre: qué hago trayéndola a este desastre.
Brandy está frente a mí, callada, y aunque no me mira directo, sé que está atenta a cada movimiento, a cada palabra no dicha.
Me acomodo en la silla, enderezo la espalda, pero mis manos tiemblan un poco. Las entrelazo bajo la mesa, apretando fuerte, como si con eso pudiera evitar que Brandy lo note.
El chorro del agua se abre en el fregadero. Un golpe metálico, como un vaso al caer, me hace apretar los dientes. Trago saliva. Me digo que no voy a reaccionar, que solo voy a quedarme quieto.
Pero cuando escucho el golpe seco de algo contra la encimera, la respiración se me corta un segundo.
— ¿Otra vez lo mismo, Tacker? —su voz me atraviesa antes de que aparezca en la puerta.
Yo bajo la mirada. No necesito verla para saber cómo me está mirando. El vaso está ahí, en la encimera, con un resto de agua y una marca en el vidrio.
—Lo olvidé —murmuro, pero mi voz suena vacía, como si viniera de alguien más.
Ella entra de lleno al comedor. El piso cruje bajo sus pasos.
— ¡Lo olvidaste! —repite, como si fuera un chiste. Su tono sube, y yo siento cómo el calor me sube a la cara. Siento la mirada de Brandy, aunque no la busco. No quiero verla ahora. No quiero que ella vea esto.
—Lo lavo en un momento —digo, y la frase me sabe amarga, inútil.
—En un momento… siempre lo mismo contigo —me corta, con una risa seca que no tiene nada de humor—. Excusas, excusas. Eres patético, Tacker.
La palabra me cae como un golpe. Patético. Como si fuera mi nombre. Respiro hondo, pero el aire no llena los pulmones. La vergüenza me arde en la piel. No tanto por mí sino porque Brandy lo está presenciando.
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Editado: 15.12.2025