Flame Of Chance

Capitulo 1

El pitido intermitente fue lo primero que escuchó. Un sonido suave, rítmico, casi hipnótico, como si marcara el paso del tiempo en un mundo donde ella no entendía en qué punto estaba parada. Luego llegó la sensación: un peso extraño en su pecho, la incomodidad de las sábanas ásperas, el olor a desinfectante flotando en el aire.

Lucía abrió los ojos.

La luz blanca del cuarto la cegó por un instante, obligándola a entrecerrar los párpados mientras trataba de comprender dónde estaba. Sus pensamientos eran una masa difusa, fragmentada, como papeles sueltos arremolinándose dentro de su mente. Respiró hondo. El pitido constante —que ahora reconocía como el de un monitor cardíaco— marcaba su retorno al mundo.

Se incorporó con dificultad. Su cuerpo protestó al movimiento, y una punzada le atravesó la sien izquierda.

—¿Hola? —susurró, aunque no esperaba respuesta.

El cuarto estaba vacío.

Una ventana a su derecha dejaba pasar la luz de la mañana, revelando un cielo grisáceo y pesado. Al pie de la cama, una mesita metálica sostenía un vaso de agua y una carpeta con su nombre escrito en letras negras: Lucía Rivas.

Pasó los dedos por la superficie del archivo. Las letras le resultaban familiares, pero al mismo tiempo completamente ajenas. ¿Era realmente su nombre? La sensación incómoda de no estar segura hizo que el corazón le latiera más rápido.

Intentó recordar.

Había… fuego. O quizá era un sueño.
Gritos.
Una luz anaranjada.
Una mano que la jalaba.
Un crujido.
Luego nada.

Un vacío profundo.

Cerró los ojos con fuerza, tratando de obligar a su mente a mostrarle algo más, pero el esfuerzo solo hizo que un zumbido persistente se encendiera detrás de su frente.

—Estás despierta —dijo una voz masculina.

Lucía abrió los ojos sobresaltada. Un joven estaba de pie en el marco de la puerta. Alto, cabello oscuro y rizado, camiseta simple, jeans gastados. Sus ojos, color avellana, transmitían una mezcla extraña entre alivio y preocupación.

—Eh… sí —respondió ella con un hilo de voz.

El joven avanzó hacia la cama sin perderla de vista, como si temiera que ella pudiera desaparecer en cualquier momento.

—Soy Adrián —dijo, acomodándose el cabello detrás de la oreja—. Me dijeron que podía llevarte a casa cuando despertaras.

—¿Casa? —repitió ella, confusa.

Adrián soltó un suspiro corto, como si llevara horas —¿días, semanas?— esperando aquel momento.

—Mi casa —aclaró—. Bueno… nuestro departamento. Dijiste que no tenías adónde ir después del… accidente.

La palabra quedó suspendida en el aire como un eco amargo.

“Accidente.”

Algo se movió dentro de ella. Un destello fugaz, una sensación de pérdida, de peligro, de humo. Pero la imagen desapareció tan pronto como había llegado.

—No recuerdo nada —admitió Lucía, sintiendo la garganta cerrarse.

Adrián frunció el ceño.
—Los médicos dijeron que era posible que tardaras. No te presiones. Vamos paso a paso, ¿vale?

Había algo en su voz —calma, firmeza o quizá un dejo de culpa— que la tranquilizó de inmediato. Lo observó un segundo más, intentando descifrar por qué… por qué sentía como si ya lo conociera.

No era solo su voz. Era su presencia.
Una cercanía inexplicable.
Un reconocimiento que bordeaba lo imposible.

Pero cuando intentó buscar la memoria que respaldara esa sensación, no encontró nada.

Horas después, Lucía salió del hospital acompañada de Adrián. Caminaban despacio por el estacionamiento, ella sosteniendo un bolso casi vacío donde solo llevaba ropa que no recordaba haber visto antes. El aire frío golpeaba su piel sensible, pero no hizo comentario alguno.

Adrián abrió la puerta del auto para ella.
—Voy a manejar despacio, por si acaso te mareas.

Lucía asintió.

El camino transcurrió en silencio. Las calles pasaban frente a sus ojos como fragmentos de una vida ajena: edificios, tiendas, un parque lleno de niños, un grafiti enorme de colores vibrantes. Nada le resultaba familiar, lo cual solo aumentaba su inquietud.

—¿Cómo nos conocimos? —preguntó finalmente.

Adrián apretó el volante un poco más fuerte.

—Nos encontramos hace unos meses. Fue algo casual —respondió evasivo.

Lucía notó cómo su mirada se fijaba demasiado en la carretera.
—¿Éramos… amigos?

—Algo así —respondió él, sin mirar.

La respuesta no la convenció, pero decidió no insistir. Algo dentro de él parecía estar reteniendo mucho más de lo que decía.

El apartamento estaba en el tercer piso de un edificio sin elevador. Las escaleras eran estrechas, el pasillo largo, la pintura de las paredes comenzaba a descascararse en algunos puntos. Adrián abrió la puerta con una llave que colgaba de un llavero de madera tallada.

—Bienvenida —murmuró.

El interior era pequeño pero acogedor. Un sofá gris, una mesa de café con marcas de vasos, una cocina abierta, plantas en distintas macetas, algunas sanas, otras al borde de rendirse. Lucía recorrió el lugar con la mirada, buscando cualquier indicio que despertara un recuerdo. Nada.

Adrián dejó sus llaves sobre la mesita de la entrada.
—Puedes usar mi cuarto por ahora. Yo me quedaré en el sillón.

—No tienes que hacerlo —dijo ella—. No quiero molestarte.

—No es molestia. Solo… quiero ayudarte.

Lucía se mordió el labio inferior. Algo en la forma en la que dijo “ayudarte” le provocó un escalofrío, no de miedo, sino de una emoción que no podía poner en palabras.

—Gracias, Adrián.

Él sonrió por primera vez desde que la vio despertar.
Una sonrisa suave, casi tímida.

Esa noche, Lucía se quedó despierta mucho más tiempo del que quiso admitir. Recostada en la cama que supuestamente fue de Adrián, escuchaba los sonidos del apartamento: el murmullo del refrigerador, el ligero crujir de las maderas, y de fondo, la respiración tranquila de Adrián desde el sofá.




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