En el infierno, el Ángel Caído seguía obligando al agente Rafael a deambular por la calle del Ante infierno, y por mucho que el agente trataba de llegar a la puerta de salida, no podía lograrlo, y siempre regresaba a la cueva mal herido. La pequeña Ángel de la Muerte seguía recibiendo las clases de su profesor, y ya no eran como las que normalmente había recibido en su casa, no, eran intensivas, y por estar en el Infierno, el desarrollo prematuro de sus poderes no la lastimaba, y Asmael se acercaba mucho más en su propósito. Cuando Rafael logró avanzar cada vez más en aquella maloliente calle, el Ángel Caído envió al paramédico a un campo de entrenamiento de lucha cuerpo a cuerpo para los demonios del primer círculo del infierno, mientras esperaba que Rafael llegara a la cueva mal herido de otro posible fracaso por salir del Infierno.
En el plano terrenal, el tiempo corría muy lento para la familia de Flavio Andrés, para ellos ya habían pasado varios años desde la aparición de la niña de alas negras en la sala de televisión, cuando realmente había pasado apenas un mes. Catalina estaba nerviosa, se sentía culpable por no haberse dado cuenta que un ser superior habitaba dentro de su esposo, y que este ser fuese el causante de haberlo convertido en un mago poderoso. Ella comprendía que de nada hubiese servido haber sabido de la existencia de Hahahiah, de todas maneras nunca pudiese haber evitado que culparan a Flavio Andrés de los asesinatos. Cata quería saber algo de su esposo, lo extrañaba demasiado, extrañaba su olor, lo tibio de su piel cuando se recostaba sobre su pecho, extrañaba el ritmo de su respiración cuando dormía, necesitaba sentir de nuevo el sabor de sus labios cuando rozaba los suyos, y abrazaba la almohada de Flavio Andrés para olerlo, pero no sentía el calor de sus brazos sobre ella, y eso hacía que la almohada de su amado se humedeciera con sus lágrimas. Ella debía ser fuerte, llevaba en su vientre el fruto de su amor, un amor que sobrevivió a la muerte misma. Catalina les preguntaba a otros ángeles sobre su esposo, y ninguno de ellos sabía nada, lo único que le decían era que confiara en el Creador y que no tuviera miedo. Cata también extrañaba mucho a su hija, y las discusiones de los mellizos al regresar de la escuela, pero se sentía tranquila por ella, las leyes universales del Creador la protegían, aunque no evitaba que alguien las rompiera. No importaba cuantas veces se decía a sí misma que LC estaba bien, Catalina quería que su hija regresara a casa, necesitaba verla y abrazarla con fuerza, arroparla de noche y darle un beso antes de dormir. A ella le era difícil fingir fuerzas cuando su hijo la abrazaba llorando y preguntando por su hermana y su padre, sin embargo tenía que hacerlo y trataba de reconfortar a AJ lo mejor que podía.
El resto de la familia se sentía igual, Olga se esforzaba por esconder su preocupación, necesitaba ser el apoyo de su hija, era muy importante que Cata pudiese llevar su embarazo de la mejor manera posible, y siempre se mostraba alegre al ver los ojos de su hija hinchados de llorar en sus noches de soledad. Por su lado, Augusto se hacía cargo de su nieto, el niño no se adaptaba al internado, él quería regresar a su antigua escuela donde tenía sus amigos. Para el niño era muy extraño convivir con los niños de internado, todos podían conjurar magia sin que ningún profesor los regañara por eso. El abuelo escondía muy bien su angustia, le preocupaba la actitud del niño, sabía que para AJ no era sencillo su cambio de vida, y verle su cara de tristeza cuando regresaban a casa le achicaba su corazón.
Las peleas a golpes en la que fuera la escuela de los mellizos siempre habían sido normales para AJ, y cuando usaba los puños recordaba lo que su padre le decía «los hombres resuelven sus problemas sin magia,» aunque claro, Flavio Andrés siempre se excusaba con Catalina diciendo que él se refería a usar las palabras en lugar de golpes, mientras le guiñaba un ojo a su hijo. Lo cierto era que en el internado las cosas no se resolvían de la manera que el niño estaba acostumbrado, y casi siempre salía lastimado en las riñas. En su antigua escuela los profesores de magia le habían enseñado hechizos de defensa personal, pero la mayoría de los niños del internado estaban mucho más avanzados que él en esa área y para nada servía usar los puños. Angustiado, el niño le suplicaba una y otra vez a su abuelo que lo regresara a su otra escuela, y Augusto sin saber las razones de sus lágrimas lo disuadía.
Un día cuando el abuelo fue a buscar a su nieto al internado, AJ se subió al auto tirando la puerta con la cara llena de moretones, y con la ropa rasgada. Con las lágrimas llenas de rabia brotando sin cesar de sus ojos, el niño se enfrentó a Augusto jurándole que jamás regresaría al internado, que prefería irse con su padre al infierno antes de volver a poner un pie en ese lugar. El abuelo muy confundido miraba a su nieto gritar en el auto, AJ no lograba explicar que era lo que había pasado, y mientras más trataba de tranquilizarlo como hasta ese día había hecho, más gritaba el niño. Ya molesto, Augusto tomó por los hombros a su nieto, y le pidió que dejara de gritar, pero AJ no quería hacerlo, se sentía desvalido, el mundo que había conocido había cambiado drásticamente para él, y nadie era capaz de entender lo que le pasaba. Conteniendo las ganas de gritar, el abuelo le seguía pidiendo que se calmara un poco y que le explicara, más ya no pudo contenerse al escuchar:
—Es tu culpa, mi padre jamás hubiera permitido que me trajeran a este lugar, y ¿qué hiciste tú? Hablaste con tus amigotes para que yo no te estorbara más en casa, por eso me dejas aquí todo el día ¿no es cierto? Dime, ¿cuándo me vas a abandonar aquí? ¿Ah? De seguro ya tus amigos te consiguieron una cama para dejarme aquí el resto de mi vida y así no ver más a tu nieto inservible, ese que no sabe tener una pelea como hombre, ese bueno para nada hijo de ese «idiota» como llamas a mi padre. ¡Te odio!