Flavio seguía sentado en el piso con el cadáver de su hija escurriéndose entre sus brazos, y se balanceaba cantando una canción de cuna para ella. El Ángel de la Muerte seguía descendiendo y exigiéndole que le entregara el cuerpo de la niña, y él lo ignoraba, simplemente elevaba su voz para cantar más fuerte y no escucharlo. El hechicero no era capaz de entender que si no le entregaba el cuerpo al ángel, él se llevaría su alma con tal de llevarse el cadáver de su hija. Rafael viendo el final del paramédico, miró a los ojos apagados de Asmael.
—No puedo quedarme cruzado de brazos, ¿qué puedo hacer para salvarlo? Tiene que haber algo que yo pueda hacer –dijo lleno de desesperación.
—Mi querido e insufrible Rafael, nunca olvide a los hijos que dejó en el infierno, ellos no tienen la culpa de haber nacido como lo hicieron, ellos no necesitan perdón por quienes son, sino amor porque están con nosotros.
El agente lo miraba confundido sin saber qué relación podían tener Lucero y los niños con la tragedia que se avecinaba. El Ángel Caído abrió torpemente sus alas mirando a Rafael.
—Fue un verdadero honor combatir a su lado –dijo con orgullo.
El Ángel Caído voló torpemente hasta colocarse al lado de Flavio, la niña y el ángel. El hechicero al verlo sonrió.
—Asmael, tú la cuidarás cuando yo me vaya a trabajar, ¿lo harás verdad?
El Ángel Caído asintió con la cabeza, y Flavio bajó la suya para seguir cantándole a su hija. Con las alas abiertas y los brazos extendidos, Asmael agitó varias veces sus alas de escasas plumas, y una espesa niebla de color negro surgió del suelo por todo el parque. La niebla negra siguió saliendo hasta que el parque quedó sumergido en una total oscuridad. Nadie podía ver nada, y los hechiceros no podían conjurar ningún hechizo. El cielo comenzó a tronar, y de él comenzaron a salir grandes cantidades de relámpagos, que tocaban la tierra como en Catatumbo, pero ninguno de ellos tocaba a los hechiceros. A través de las ráfagas azuladas de los relámpagos, pudieron ver aterrorizados como el Ángel de la Muerte había llegado a lugar donde estaba. Todo se oscureció de nuevo, y en un solo estallido en el cielo, los relámpagos se reunieron sobre Asmael, que había encerrado entre sus alas al Ángel de la Muerte, a Flavio y a la niña. La niebla negra regresó al suelo por donde había venido, y el parque se iluminó de nuevo, la brisa movía los árboles y se podía escuchar el piar de las aves.
Cegados por la luz, después de haber estado en la total oscuridad, los hechiceros trataron por un rato de abrir sus ojos sin que les dolieran. Seguían aterrorizados por el destino del paramédico, que sumergido en la locura, se negó a entregar el cuerpo sin vida de su hija al Ángel de la Muerte. El niño fue el primero en distinguir algo a la distancia, donde su padre y su hermana habían estado, y corrió hacia allá, encontró a su padre y a su hermana en el suelo, uno al lado del otro, y se preguntaba por qué su hermana estaba allí. Puso su oído en la nariz de ella y de su padre y gritó eufórico:
—¡Respiran! ¡Los dos respiran! ¡Están vivos!
Los hombres pusieron las manos sobre sus ojos para ver de dónde venían los gritos, y lograron distinguir la silueta de AJ que los saludaba con los brazos extendidos. Rafael vio sorprendido que detrás del niño había una enorme estatua de un ángel con las alas a medio abrir, con una rodilla en el piso, y arqueado sobre su estómago viendo al suelo. Los hechiceros caminaron con paso apurado hacia el niño, y abrieron sus bocas al ver que la cara del ángel era la de Asmael, la misma que tenía antes del secuestro. El niño estaba arrodillado tratando de despertar a su hermana, y oyó cuando Augusto preguntó si era la estatua del Ángel Caído. Al escuchar al agente responderle que sí, trató de levantarse, y resbaló golpeando con la planta del pie la imagen de Asmael. La estatua se deshizo de inmediato formando una gran pila de arena gris, sin dejar rastro de la figura que formaba. Delante de todos, cada grano de arena, uno detrás de otro, se fue transformando en un pequeño pétalo de clavel blanco, que se elevaban buscando el cielo. Los pétalos danzaban lentamente formando una espiral mientras subían, y el sol que acariciaba los pétalos los hacia brillar de una forma tan pura y hermosa, que se asemejaba en belleza a la risa de un niño de meses de nacido. Aquél titilar de chispas blancas llenaban de gozo a quién las mirara, y la alegría que sentían en su pecho era infinita.
A pesar de toda la alegría que sentía por dentro, AJ no quería que los restos del Ángel Caído estuviesen lejos, le debía la vida de su hermana, y quería honrarlo por siempre. Un hechizo se le vino a la mente y lo conjuró, una especie de bola cristalina con agua girando dentro de ella se formó en las manos del niño. Con suavidad la lanzó al aire y la burbuja ascendió hasta ponerse por encima de la espiral, y el agua que corría dentro de ella fue tomando uno a uno los pétalos de clavel blanco, la espiral seguía danzando dentro de la bola cristalina, y cuando entró el último pétalo, el último resto del Ángel Caído, el agua se detuvo y se cristalizó, formando un hermoso y transparente recipiente lleno de pétalos blancos que parecían danzar dentro de la bola de cristal, aun cuando no se movían dentro de ella. La esfera empezó su descenso a la vista de todos los hechiceros hasta que gentilmente tocó el suelo, y Rafael se agachó y la tomó en sus manos. El sonido de una tos les hizo olvidar la esfera de cristal, y vieron a la niña sentándose en el suelo.
—¡Cof! ¿Qué pasó? Solo recuerdo que el demonio se me lanzó encima.