Flor de invierno

XI

Heme aquí, persiguiendo un amor inalcanzable.
Cómo esos lobos que cantan a la luna, con la ilusión de que está venga a darles un cálido ósculo.

Todo este vasto mar me es semejante, monótono, desdichado. Jamás había visto algo parecido.
El firmamento y piélago se aúnan, allá, en dónde mi vista no alcanza a ver. Cómo dos enamorados que se toman las manos hasta que un hombre vestido de negro va por uno de ellos.

Un pez se acercó a mí batel el otro día, al igual que la estrella narró su encuentro con una dama de ojos negros, piel tostada y cabellos negros. Dijo que iba acompañada de un sujeto. Caminaban como deidades sobre el piélago y danzaban algo indescriptible. Sus semblantes se juntaron y no buscaban la disgregación. Sus ojos eran ávidos de un pueril deseo. Dijo que la mirada de aquella hermosa mujer era solapada, que en ella había algo más que un pueril baile, su mirada era semejante a esa tierna mirada que un niño da a las estrellas por primera vez. Sus cuerpos se movían de voluptuosidad, cómo dos fieras apunto del éxtasis.

El pez dijo que si esa fuese su amada, él plañiría hasta que aquellas deidades buscarán sus hermosas alas y volarán de allí. Mi corazón se detuvo, mi piel primero fue azul, después blanca. No sentía las piernas y quería arrancarme las orejas, aquello era el mayor martirio a mi amor por tu bella compañía. Imploré al pececillo, y a todas las deidades que aquello fuese un simple desvió de la imaginación de aquel animalito.

Cuatro movimientos, cuatro pasos, cuatro disparos directo a mi frágil corazón.

El pez me señaló la dirección en la que se marcharon aquellas deidades y se marchó a llorar por la desdicha de un desconocido.




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