No hay mayor agonía que llevar una historia no contada dentro de ti.
Maya Angelo
Antes de ir a la escuela, siempre desayuno con mi abuelo. Cuando desperté, lo encontré caminando de aquí para allá; nunca está quieto. Me alegra que ya esté de regreso. Lo normal es que, durante la mañana, conversemos de cualquier cosa al azar. Aunque a veces ni siquiera hablamos, solo nos quedamos ahí, disfrutando del silencio.
Hoy desperté con mal humor y la presencia del abuelo me ha reconfortado un poco, solo un poco.
—Abuelo Tamara, ¿podrías pasarme la leche?
Estoy en la cocina y él sentado en la mesa del comedor, tomando su café matutino y leyendo las noticias en su tableta.
—Claro, Solecito.
El abuelo Tamara me la entrega y yo le hecho un poco al puré de papás que estoy preparando. Meto el tenedor y continúo machacando el puré, con vigor, más bien diría, con enojo. Me estoy desquitando con quien no tiene la culpa.
Admito que estoy molesta. No dormí mucho anoche: entre las Olimpíadas de Matemáticas y el problema que representa Levi en mi vida, me estoy desgastando el cerebro. Cargo las ojeras más grandes que he tenido en mi vida.
—La comida no te ha hecho nada, Solecito —lo miro e intento sonreírle—. ¿Algún problema? Estoy aquí para lo que sea.
El abuelo Tamara ha sido mi guía durante gran parte de mi vida. Lo admiro mucho porque siempre ha sido el mejor para mí en todo. Y no exagero; conoce y sabe de arte, música, ciencia, números, informática e incluso, a su edad, practica deporte. Su mayor cualidad es su persistencia; si no conoce algo, no importa qué tan difícil sea, lo aprende. Si no supiera que mi abuelo es simplemente un hombre inteligente y bastante disciplinado, podría asegurar que es todo un superdotado.
De todo lo que sabe hacer, para mí, lo mejor siempre ha sido su interpretación en el violín. Es maravilloso escucharlo tocar ese instrumento, te transporta a una burbuja de tranquilidad que no quieres que se rompa jamás. Aunque en la actualidad toca poco debido a su problema de artritis, de vez en cuando se ofrece a interpretar alguna melodía para mí y yo lo escucho con gusto. No lo había pensado, pero es una coincidencia que Levi también toque el violín. “No puede ser, otra vez Levi”.
—Solo estoy cansada. Me desvelé estudiando —respondo.
—Muy mal —deja en la mesa la tableta y se cruza de brazos—. Deberías descansar siquiera un día —sugiere.
—No puedo abuelo, ya sabes que mi padre…
—Sí —me interrumpe—, ya sé lo que piensa tu padre. Es un dictador —suspira y le da un sorbo a su café —. ¿Cuándo dejarás de prestarle atención?
—Mi padre solo quiere lo mejor para mí —alego seria.
—¿Y qué sabe él? —niega con la cabeza—. No sabe nada de la vida, por lo menos, no de la buena; siempre ha sido un amargado. Ni siquiera parece mi hijo. Creo que lo adopté y no recuerdo —suelta una carcajada.
—Tienen algo en común —señalo—. Ambos son muy testarudos.
—Eso sí —confirma.
Tomo la mantequilla, echo un poco en la mezcla y continúo aplastando.
El abuelo no trabaja, en realidad nunca lo ha hecho. Siempre ha dicho que es un alma libre, que no quiere estar atado a nada. Así que solo se dedica a hacer cosas aquí y allá con lo que ha aprendido; de eso vive. Mi padre lo detesta por su forma de pensar, alega que es un vago, que sus ideas solo son una excusa para su mediocridad. Aunque es su padre, lo trata como si fuera un desconocido, uno al que en verdad no soporta. No estoy de acuerdo con la forma de actuar y pensar de mi padre, pero nunca lo contradigo.
—¿Seguro que no te molesta nada más? Te conozco Solecito.
Estoy meditando si es buena idea contarle a mi abuelo la situación con Levi; me parece que no, no sé si lo entienda.
Corto trocitos de queso y los arrojo al puré. —Puede que también extrañe a mi familia, sobre todo a Lucas —busco otro tema de conversación.
—Ah, ese Pato rojo hace tiempo que no viene —termina su café y voltea la taza en la mesa—. Si quieres lo llamo…
—No, no —lo detengo—, ya hablaré con él después. Creo que está bastante concentrado en aplicar a su prueba de admisión de la universidad —hago una mueca—; por lo menos eso espero.
—Lo más probable es que esté con sus videojuegos —bosteza—. ¿Qué has sabido de Damian? Tu madre me comentó hace un tiempo que está entre los mejores puestos en la universidad.
—Sí —sonrío; estoy muy orgullosa de mi hermano mayor—. Mi padre dice que si se esfuerza un poco más encontrará trabajo apenas salga de la universidad, incluso antes.
—Bien por él, todos mis nietos son unos genios —suspira—. Pero a quien sí voy a extrañar es a esta pequeña genio que tengo enfrente —golpetea su taza contra la mesa—. Esa universidad que quieres está muy lejos de aquí.
Vivo con mi abuelo desde que entré en la secundaria (más o menos cuando tenía alrededor de diez u once años). Me gané una beca en una prestigiosa escuela, justo en esta ciudad. A mi padre le encantó la idea de que viniera a estudiar aquí. Alegaba que esta escuela poseía mejores oportunidades para mi futuro. Yo también lo pensaba, solo me dolió que a él no le importara que pasaría meses sin verme porque estaría a cientos de kilómetros. A él lo único que lo tenía inconforme era que yo tendría que pasar tiempo con mi abuelo.