Tania conocía aquella casa. A pesar del tiempo, todavía seguía ahí. Era la única del barrio que tenía la enredadera por las paredes y, a la entrada, se encontraba la Santa Rita blanca.
Se acercó lentamente. La Santa Rita siempre le pareció una planta mentirosa: su flor en realidad era más pequeña que el dedo meñique de su pie y la rodeaban aquellas hojas blancas. O lilas. Eso dependiendo de la planta. Sí, esas hojas coloridas eran fácilmente confundibles con la flor de la Santa Rita. En el fondo Tania comparaba a la raquítica flor con las personas: todos se cubrían con ropas y más ropas marcando su propia personalidad o, en muchos casos, su status social. Si todos anduvieran desnudos, seguro no habrían tanta diferencia entre lo uno y lo otro.
Tania siempre fue una niña muy inteligente para su edad. Eso le incomodaba a muchos adultos. Aún así, a ella no le importaba. Y así como era inteligente, también era muy terrible: molestaba constantemente a los vecinos tocando el timbre y corriendo a toda velocidad para que no la atraparan. Y si andaba con otros niños, empezaba a llorar en plena calle para llamar la atención y, mientras un adulto intentaba consolarla, sus amigos aprovechaban y colocaban cerca de sus pies una cáscara de banana o algún otro objeto para que se tropezara.
Pero lo que más disfrutaban era molestar a los dueños de la Santa Rita.
Tania lo recordaba bien. Siempre caminaba con su grupo por esa vereda, para luego tocar el timbre y salir corriendo. Nunca los dueños los atraparon, así que Tania no sabía quiénes eran realmente. Sus padres le dijeron que eran una pareja de extranjeros, presumiblemente mafiosos que, al escapar de la justicia de sus respectivos países, se refugiaron en el barrio como simples ciudadanos de clase media. Aún así eso no le impedía que siguiera molestándolos una y otra vez, hasta que sus padres tuvieron que mudarse de casa por no poder pagar el alquiler.
Tiempo después, Tania regresó y encontró la casa, tal como la había visto por última vez. En realidad solo deseaba reencontrarse con sus amigos, pero todos estaban ocupados con las tareas del colegio. Así que ella recorrió su antiguo barrio y, una vez que le vino esos recuerdos de la mente, se acercó a la casa y tocó el timbre.
Apenas escuchó aquel sonido de pajaritos chirriantes, dio un salto y se fue corriendo. Corrió con todas sus fuerzas, como si deseara volar. Corría y reía al mismo tiempo, mientras unos cuantos peatones la miraban extrañados, preguntándose si se había vuelto loca. Eso a Tania no le importó. Solo deseaba seguir corriendo para que los dueños de la casa no la atraparan nunca.
Dio media vuelta a la manzana y se detuvo. Apoyó su espalda contra una pared y recuperó el aliento. Aún seguía riéndose y, al mismo tiempo, sentía unas terribles ganas de llorar. Definitivamente el tiempo ya pasó. Sus amigos no la acompañaron y ella ya no estaba en edad para hacer esas travesuras. Así que, con cierta vergüenza, regresó a su casa.
Ahí recibió una sorpresa. Todos sus amigos de la infancia y sus padres la esperaban. Habían planeado un cumpleaños sorpresa dado que, coincidentemente, el día de su último cumpleaños era también el día en que regresó a su barrio.
Tania se emocionó y lloró de la emoción. Valió la pena el recorrido, así como también valió la pena hacer esa última travesura antes de soplar las veinte velitas que colocaron en la torta de cumpleaños.