Warren
Debo admitir que cuando entré a la cocina de mi hogar, y encontré a mis hermanas y a mi madre tan cómodas con Eydell, me sentí extraño. Todas sonreían, incluso Nia trataba de comunicarse con ella mientras Briana le enseñaba el significado de algunas señas para que pudiera entenderla.
Y Eydell… No podría negar que en ese momento pensé que se veía mucho más hermosa que antes. Se había peinado el cabello en una trenza y, aunque había reconocido el vestido como propiedad de Aileen, le sentaba bastante bien. No sabía si el color lo había elegido ella o mi hermana, pero le favorecía y realzaba de una linda manera el color de su cabello, de su piel, y el de sus ojos.
Mis hermanas y mi madre estaban encantadas con la visita, porque hasta se habían puesto a hornear galletas y contaban anécdotas como si Eydell fuese una amiga cercana y de mucho tiempo, y puede que eso haya sido el principal motivo por el que me relajara con respecto a ella. Solo un poco. Ya había determinado que no representaba una amenaza para nadie, mucho menos para el reino, pero me era imposible quitarme el sentimiento de culpa por no haber seguido el protocolo de la guardia y llevarla ante mis superiores.
—¿Ha podido recordar algo más? —le pregunté por la noche, cuando la vi fuera, en el jardín, observando el cielo.
—Lo que te conté es todo lo que recuerdo.
Me respondió, pero seguía atenta al cielo, que estaba despejado y con las estrellas salpicando su oscurecida extensión. La luna también estaba brillando, su luz se reflejaba en su rostro y en sus ojos, y no era que la estuviera mirando detenidamente, contemplando lo preciosa que de pronto me parecía la luz en su piel, sin entender por qué tenía esos pensamientos. Pero al menos eso me había servido para darme cuenta de que jugueteaba con algo en su mano, que llevaba colgado en el cuello con una fina cadena.
—He considerado que lo mejor es llevarla con un hechicero —anuncié, y eso logró que pusiera su atención en mí.
No sabría decir si me alegró que por fin lograra captar su atención, o si me había emocionado que me dirigiera su mirada.
—¿Hechicero? —repitió con una voz que sonó a una mezcla de sorpresa, duda y susto.
—Si ha llegado a Ehaezia de fuera, necesita un portal para volver a su mundo —expliqué, aunque ciertamente, primero necesitaba confirmar que venía del mundo de los humanos—. Sé quién puede ayudarnos, solo que está en el palacio —. Eydell frunció su ceño y su mirada transmitió mucha más confusión que antes—. Gilmer, es mi compañero, juntos somos los guardias personales del príncipe.
—¿Es un hechicero? —preguntó, pero mi atención se había devuelto a su mano y el pequeño objeto con el que jugueteaba aún.
—Sí, podría orientarla…
—¿Tú no puedes hacerlo?
—Soy un duinegan, nosotros no poseemos magia… Disculpe, ¿qué es lo que lleva en su cuello?
Tal vez, gracias a la costumbre de mi labor en la guardia, había sido una pregunta directa, un poco invasiva y nada cortés, pero el color esmeralda que se veía tan vibrante pese a la poca iluminación proporcionada por la luna me había causado demasiada curiosidad. Eydell bajó su mirada hacia el objeto y sonrió con sutileza.
—Lo considero como un amuleto —dijo, su voz me sonó a nostalgia y un poco de tristeza—. Es una piedrita que encontré cuando tenía unos seis años, en un jardín.
Eydell se desabrochó el collar y lo tendió hacia mí. Entonces lo acerqué a mis ojos y me sentí asombrado por lo brillante que se veía pese a no haber suficiente luz a nuestro alrededor. Además, gracias a que era traslúcida, en su interior había podido observar, tras ponerla a contraluz, un sin fin de colores reflejados. Entonces mi mente había empezado a hilar algunas posibles causas de la llegada de Eydell a nuestro reino: Nadur, el espíritu de las flores.
—¿Cómo lo ha conseguido? —quise saber.
—Pues… estaba en una fiesta con mis padres. Me estaba aburriendo, así que fui al jardín a ver las flores. Luego vi una mariposa atorada entre varias ramitas, y la saqué con mucho cuidado para dejarla libre —explicó ella con calma y como si recordara un momento importante de su vida—, pero al mover esas ramitas me di cuenta de que la raíz de una de las plantas estaba fuera de la tierra, quizá porque alguien la había dañado sin saberlo, y la planté mejor para que pudiera crecer sin problema. Entonces la encontré ahí y desde ese día la cargo conmigo.
—¿No se la dio alguien? —insistí, aunque con voz calmada.
—No, la encontré —dijo, y después pareció pensarlo mejor—. La verdad es que pasó hace muchos años, puede que mis recuerdos estén distorsionados, pero no recuerdo que alguien me la diera, sino que la encontré.
No quería hacerla sentir presionada, pero una piedra como la que tenía en mis manos no se conseguía por casualidad. Si era la piedra que creía, esa solo la daba Nadur como obsequio a quienes consideraba dignos de deberles un favor. Lo que no tenía muy en claro era por qué la había conseguido alguien del mundo humano.
—¿Tiene algo de malo? —quiso saber después de unos segundos en los que me quedé absorto en mis pensamientos, observando la piedra.
—No, todo lo contrario —respondí. Un obsequio de uno de los espíritus de la naturaleza nunca podría ser algo malo—. Lo que no me explico es cómo llegó a sus manos.
—Es que… no estoy entendiendo.
Había olvidado que Eydell desconocía lo relacionado a Ehaezia, ni sabía siquiera del mundo al que había llegado.
—En Ehaezia veneramos a la Diosa de la Naturaleza Enaid, quien nos bendice con sus dones para que podamos tener vegetación, flores, árboles, tierras para cultivos, frutos… todo lo que la naturaleza puede darnos para vivir —le dije, tratando de escoger las palabras adecuadas para que no fuera información difícil de digerir—. La Diosa Enaid asignó espíritus que se encargan de proteger la naturaleza, como el espíritu del agua Daelen, el espíritu de los árboles Aila… Y, entre esos espíritus, está Nadur, la guardiana de las flores y la vegetación.